Sin dudas, ...¡eres Padre!!..

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sábado, 27 de marzo de 2021

# 4. JESUCRISTO: EL SUFRIMIENTO VENCIDO POR EL AMOR. "Salvifici doloris". JUAN PABLO II





CARTA APOSTÓLICA

SALVIFICI DOLORIS

DEL SUMO PONTÍFICE
JUAN PABLO II

A LOS OBISPOS, SACERDOTES,
FAMILIAS RELIGIOSAS
Y FIELES DE LA IGLESIA CATÓLICA
SOBRE EL SENTIDO CRISTIANO
DEL SUFRIMIENTO HUMANO

IV

JESUCRISTO:
EL SUFRIMIENTO VENCIDO POR EL AMOR

14. « Porque tanto amó Dios al mundo, que le dio su unigénito Hijo, para que todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga la vida eterna »[27].



 Estas palabras, pronunciadas por Cristo en el coloquio con Nicodemo, nos introducen al centro mismo de la acción salvífica de Dios. Ellas manifiestan también la esencia misma de la soteriología cristiana, es decir, de la teología de la salvación. 








Salvación significa liberación del mal, y por ello está en estrecha relación con el problema del sufrimiento. 






Según las palabras dirigidas a Nicodemo, Dios da su Hijo al « mundo » para librar al hombre del mal, que lleva en sí la definitiva y absoluta perspectiva del sufrimiento.



 Contemporáneamente, la misma palabra « da » (« dio ») indica que esta liberación debe ser realizada por el Hijo unigénito mediante su propio sufrimiento. 




Y en ello se manifiesta el amor, el amor infinito, tanto de ese Hijo unigénito como del Padre, que por eso « da » a su Hijo. 






Este es el amor hacia el hombre, el amor por el « mundo »: el amor salvífico.



Nos encontramos aquí —hay que darse cuenta claramente en nuestra reflexión común sobre este problema— ante una dimensión completamente nueva de nuestro tema. 



Es una dimensión diversa de la que determinaba y en cierto sentido encerraba la búsqueda del significado del sufrimiento dentro de los límites de la justicia. 





Esta es la dimensión de la redención, a la que en el Antiguo Testamento ya parecían ser un preludio las palabras del justo Job, al menos según la Vulgata: « Porque yo sé que mi Redentor vive, y al fin... yo veré a Dios »[28].






 Mientras hasta ahora nuestra consideración se ha concentrado ante todo, y en cierto modo exclusivamente, en el sufrimiento en su múltiple dimensión temporal, (como sucedía igualmente con los sufrimientos del justo Job), las palabras antes citadas del coloquio de Jesús con Nicodemo se refieren al sufrimiento en su sentido fundamental y definitivo. 





Dios da su Hijo unigénito, para que el hombre « no muera »; y el significado del « no muera » está precisado claramente en las palabras que siguen: « sino que tenga la vida eterna ».





El hombre « muere », cuando pierde « la vida eterna ». 



Lo contrario de la salvación no es, pues, solamente el sufrimiento temporal, cualquier sufrimiento, sino el sufrimiento definitivo: la pérdida de la vida eterna, el ser rechazados por Dios, la condenación.





 El Hijo unigénito ha sido dado a la humanidad para proteger al hombre, ante todo, de este mal definitivo y del sufrimiento definitivo. 




En su misión salvífica Él debe, por tanto, tocar el mal en sus mismas raíces transcendentales, en las que éste se desarrolla en la historia del hombre.




 Estas raíces transcendentales del mal están fijadas en el pecado y en la muerte: en efecto, éstas se encuentran en la base de la pérdida de la vida eterna. 




La misión del Hijo unigénito consiste en vencer el pecado y la muerte. 




Él vence el pecado con su obediencia hasta la muerte, y vence la muerte con su resurrección.





15. Cuando se dice que Cristo con su misión toca el mal en sus mismas raíces, nosotros pensamos no sólo en el mal y el sufrimiento definitivo, escatológico (para que el hombre « no muera, sino que tenga la vida eterna »), sino también —al menos indirectamente— en el mal y el sufrimiento en su dimensión temporal e histórica. 





El mal, en efecto, está vinculado al pecado y a la muerte. 



Y aunque se debe juzgar con gran cautela el sufrimiento del hombre como consecuencia de pecados concretos (esto indica precisamente el ejemplo del justo Job), sin embargo, éste no puede separarse del pecado de origen, de lo que en San Juan se llama « el pecado del mundo»[29], del trasfondo pecaminoso de las acciones personales y de los procesos sociales en la historia del hombre.





 Si no es lícito aplicar aquí el criterio restringido de la dependencia directa (como hacían los tres amigos de Job), sin embargo no se puede ni siquiera renunciar al criterio de que, en la base de los sufrimientos humanos, hay una implicación múltiple con el pecado.






De modo parecido sucede cuando se trata de la muerte. Esta muchas veces es esperada incluso como una liberación de los sufrimientos de esta vida. 




Al mismo tiempo, no es posible dejar de reconocer que ella constituye casi una síntesis definitiva de la acción destructora tanto en el organismo corpóreo como en la psique. 






Pero ante todo la muerte comporta la disociación de toda la personalidad psicofísica del hombre. 



El alma sobrevive y subsiste separada del cuerpo, mientras el cuerpo es sometido a una gradual descomposición según las palabras del Señor Dios, pronunciadas después del pecado cometido por el hombre al comienzo de su historia terrena: « Polvo eres, y al polvo volverás »[30]. 




Aunque la muerte no es pues un sufrimiento en el sentido temporal de la palabra, aunque en un cierto modo se encuentra más allá de todos los sufrimientos, el mal que el ser humano experimenta contemporáneamente con ella, tiene un carácter definitivo y totalizante. 



Con su obra salvífica el Hijo unigénito libera al hombre del pecado y de la muerte. 




Ante todo Él borra de la historia del hombre el dominio del pecado, que se ha radicado bajo la influencia del espíritu maligno, partiendo del pecado original, y da luego al hombre la posibilidad de vivir en la gracia santificante. 




En línea con la victoria sobre el pecado, Él quita también el dominio de la muerte, abriendo con su resurrección el camino a la futura resurrección de los cuerpos. 





Una y otra son condiciones esenciales de la « vida eterna », es decir, de la felicidad definitiva del hombre en unión con Dios; esto quiere decir, para los salvados, que en la perspectiva escatológica el sufrimiento es totalmente cancelado.





Como resultado de la obra salvífica de Cristo, el hombre existe sobre la tierra con la esperanza de la vida y de la santidad eternas. 



Y aunque la victoria sobre el pecado y la muerte, conseguida por Cristo con su cruz y resurrección no suprime los sufrimientos temporales de la vida humana, ni libera del sufrimiento toda la dimensión histórica de la existencia humana, sin embargo, sobre toda esa dimensión y sobre cada sufrimiento esta victoria proyecta una luz nueva, que es la luz de la salvación. 






Es la luz del Evangelio, es decir, de la Buena Nueva. 




En el centro de esta luz se encuentra la verdad propuesta en el coloquio con Nicodemo: « Porque tanto amó Dios al mundo, que le dio su unigénito Hijo »[31]. 




Esta verdad cambia radicalmente el cuadro de la historia del hombre y su situación terrena. 



A pesar del pecado que se ha enraizado en esta historia como herencia original, como « pecado del mundo » y como suma de los pecados personales, Dios Padre ha amado a su Hijo unigénito, es decir, lo ama de manera duradera; y luego, precisamente por este amor que supera todo, Él « entrega » este Hijo, a fin de que toque las raíces mismas del mal humano y así se aproxime de manera salvífica al mundo entero del sufrimiento, del que el hombre es partícipe.





16. En su actividad mesiánica en medio de Israel, Cristo se acercó incesantemente al mundo del sufrimiento humano. «Pasó haciendo bien »[32], y este obrar suyo se dirigía, ante todo, a los enfermos y a quienes esperaban ayuda. 






Curaba los enfermos, consolaba a los afligidos, alimentaba a los hambrientos, liberaba a los hombres de la sordera, de la ceguera, de la lepra, del demonio y de diversas disminuciones físicas; tres veces devolvió la vida a los muertos. 






Era sensible a todo sufrimiento humano, tanto al del cuerpo como al del alma. Al mismo tiempo instruía, poniendo en el centro de su enseñanza las ocho bienaventuranzas, que son dirigidas a los hombres probados por diversos sufrimientos en su vida temporal. 




Estos son los « pobres de espíritu », « los que lloran », « los que tienen hambre y sed de justicia », « los que padecen persecución por la justicia », cuando los insultan, los persiguen y, con mentira, dicen contra ellos todo género de mal por Cristo...[33] Así según Mateo. Lucas menciona explícitamente a los que ahora padecen hambre[34].




De todos modos Cristo se acercó sobre todo al mundo del sufrimiento humano por el hecho de haber asumido este sufrimiento en sí mismo. 




Durante su actividad pública probó no sólo la fatiga, la falta de una casa, la incomprensión incluso por parte de los más cercanos; pero sobre todo fue rodeado cada vez más herméticamente por un círculo de hostilidad y se hicieron cada vez más palpables los preparativos para quitarlo de entre los vivos. 



Cristo era consciente de esto y muchas veces hablaba a sus discípulos de los sufrimientos y de la muerte que le esperaban: « Subimos a Jerusalén, y el Hijo del hombre será entregado a los príncipes de los sacerdotes y a los escribas, que lo condenarán a muerte y le entregarán a los gentiles, y se burlarán de Él y le escupirán, y le azotarán y le darán muerte, pero a los tres dias resucitará »[35]. 




Cristo va hacia su pasión y muerte con toda la conciencia de la misión que ha de realizar de este modo. 





Precisamente por medio de este sufrimiento suyo hace posible « que eI hombre no muera, sino que tenga la vida eterna ». 



Precisamente por medio de su cruz debe tocar las raíces del mal, plantadas en la historia del hombre y en las almas humanas. 





Precisamente por medio de su cruz debe cumplir la obra de la salvación. Esta obra, en el designio del amor eterno, tiene un carácter redentor.




Por eso Cristo reprende severamente a Pedro, cuando quiere hacerle abandonar los pensamientos sobre el sufrimiento y sobre la muerte de cruz[36]. y cuando el mismo Pedro, durante la captura en Getsemaní, intenta defenderlo con la espada, Cristo le dice: « Vuelve tu espada a su lugar ... ¿Cómo van a cumplirse las Escrituras, de que así conviene que sea? »[37]. Y además añade: «El cáliz que me dio mi Padre, ¿no he de beberlo? »[38]. 





Esta respuesta —como otras que encontramos en diversos puntos del Evangelio— muestra cuán profundamente Cristo estaba convencido de lo que había expresado en la conversación con Nicodemo: « Porque tanto amó Dios al mundo, que le dio su unigénito Hijo, para que todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga la vida eterna »[39]. 




Cristo se encamina hacia su propio sufrimiento, consciente de su fuerza salvífica; va obediente hacia el Padre, pero ante todo está unido al Padre en el amor con el cual Él ha amado el mundo y al hombre en el mundo. 






Por esto San Pablo escribirá de Cristo: « Me amó y se entregó por mí »[40].






17. Las Escrituras tenían que cumplirse. 




Eran muchos los testigos mesiánicos del Antiguo Testamento que anunciaban los sufrimientos del futuro Ungido de Dios. Particularmente conmovedor entre todos es el que solemos llamar el cuarto Poema del Siervo de Yavé, contenido en el Libro de Isaías. 





El profeta, al que justamente se le llama « el quinto evangelista », presenta en este Poema la imagen de los sufrimientos del Siervo con un realismo tan agudo como si lo viera con sus propios ojos: con los del cuerpo y del espíritu. 




La pasión de Cristo resulta, a la luz de los versículos de Isaías, casi aún más expresiva y conmovedora que en las descripciones de los mismos evangelistas. He aquí cómo se presenta ante nosotros el verdadero Varón de dolores:



« No hay en él parecer, no hay hermosura
para que le miremos ...






Despreciado y abandonado de los hombres,
varón de dolores y familiarizado con el sufrimiento,
y como uno ante el cual se oculta el rostro,
menospreciado sin que le tengamos en cuenta.




Pero fue él ciertamente quien soportó nuestros sufrimientos
y cargó con nuestros dolores,
mientras que nosotros le tuvimos por castigado,
herido por Dios y abatido.






Fue traspasado por nuestras iniquidades
y molido por nuestros pecados.




El castigo de nuestra paz fue sobre él,
y en sus llagas hemos sido curados.




Todos nosotros andábamos errantes como ovejas,
siguiendo cada uno su camino,
y Yavé cargó sobre él
la iniquidad de todos nosotros »[41].





El Poema del Siervo doliente contiene una descripción en la que se pueden identificar, en un cierto sentido, los momentos de la pasión de Cristo en sus diversos particulares: la detención, la humillación, las bofetadas, los salivazos, el vilipendio de la dignidad misma del prisionero, el juicio injusto, la flagelación, la coronación de espinas y el escarnio, el camino con la cruz, la crucifixión y la agonía.




Más aún que esta descripción de la pasión nos impresiona en las palabras del profeta la profundidad del sacrificio de Cristo. 




Él, aunque inocente, se carga con los sufrimientos de todos los hombres, porque se carga con los pecados de todos. 




« Yavé cargó sobre él la iniquidad de todos »: todo el pecado del hombre en su extensión y profundidad es la verdadera causa del sufrimiento del Redentor. 





Si el sufrimiento « es medido » con el mal sufrido, entonces las palabras del profeta permiten comprender la medida de este mal y de este sufrimiento, con el que Cristo se cargó. 




Puede decirse que éste es sufrimiento « sustitutivo »; pero sobre todo es « redentor ». 





El Varón de dolores de aquella profecía es verdaderamente aquel « cordero de Dios, que quita el pecado del mundo »[42]. 



En su sufrimiento los pecados son borrados precisamente porque Él únicamente, como Hijo unigénito, pudo cargarlos sobre sí, asumirlos con aquel amor hacia el Padre que supera el mal de todo pecado; en un cierto senfido aniquila este mal en el ámbito espiritual de las relaciones entre Dios y la humanidad, y llena este espacio con el bien.





Encontramos aquí la dualidad de naturaleza de un único sujeto personal del sufrimiento redentor. 





Aquél que con su pasión y muerte en la cruz realiza la Redención, es el Hijo unigénito que Dios « dio ». 



Y al mismo tiempo este Hijo de la misma naturaleza que el Padre, sufre como hombre. 





Su sufrimiento tiene dimensiones humanas, tiene también una profundidad e intensidad —únicas en la historia de la humanidad— que, aun siendo humanas, pueden tener también una incomparable profundidad e intensidad de sufrimiento, en cuanto que el Hombre que sufre es en persona el mismo Hijo unigénito: « Dios de Dios ». 





Por lo tanto, solamente Él —el Hijo unigénito— es capaz de abarcar la medida del mal contenida en el pecado del hombre: en cada pecado y en el pecado « total », según las dimensiones de la existencia histórica de la humanidad sobre la tierra.






18. Puede afirmarse que las consideraciones anteriores nos llevan ya directamente a Getsemaní y al Gólgota, donde se cumplió el Poema del Siervo doliente, contenido en el Libro de Isaías. 



Antes de llegar allí, leamos los versículos sucesivos del Poema, que dan una anticipación profética de la pasión del Getsemaní y del Gólgota.
 


El Siervo doliente —y esto a su vez es esencial para un análisis de la pasión de Cristo— se carga con aquellos sufrimientos, de los que se ha hablado, de un modo completamente voluntario:





« Maltratado, mas él se sometió,
no abrió la boca,
como cordero llevado al matadero,
como oveja muda ante los trasquiladores.




Fue arrebatado por un juicio inicuo,
sin que nadie defendiera su causa,
pues fue arrancado de la tierra de los vivientes
y herido de muerte por el crimen de su pueblo.





Dispuesta estaba entra los impíos su sepultura,
y fue en la muerte igualado a los malhechores,
a pesar de no haber cometido maldad
ni haber mentira en su boca »[43].



Cristo sufre voluntariamente y sufre inocentemente. 




Acoge con su sufrimiento aquel interrogante que, puesto muchas veces por los hombres, ha sido expresado, en un cierto sentido, de manera radical en el Libro de Job. 




Sin embargo, Cristo no sólo lleva consigo la misma pregunta (y esto de una manera todavía más radical, ya que Él no es sólo un hombre como Job, sino el unigénito Hijo de Dios), pero lleva también el máximo de la posible respuesta a este interrogante. 




La respuesta emerge, se podría decir, de la misma materia de la que está formada la pregunta. Cristo da la respuesta al interrogante sobre el sufrimiento y sobre el sentido del mismo, no sólo con sus enseñanzas, es decir, con la Buena Nueva, sino ante todo con su propio sufrimiento, el cual está integrado de una manera orgánica e indisoluble con las enseñanzas de la Buena Nueva. 





Esta es la palabra última y sintetica de esta enseñanza: « la doctrina de la Cruz », como dirá un día San Pablo[44].





Esta « doctrina de la Cruz » llena con una realidad definitiva la imagen de la antigua profecía. 




Muchos lugares, muchos discursos durante la predicación pública de Cristo atestiguan cómo Él acepta ya desde el inicio este sufrimiento, que es la voluntad del Padre para la salvación del mundo. 





Sin embargo, la oración en Getsemaní tiene aquí una importancia decisiva. 




Las palabras: « Padre mío, si es posible, pase de mí este cáliz; sin embargo, no se haga como yo quiero, sino como quieres tú »[45]; y a continuación: « Padre mío, si esto no puede pasar sin que yo lo beba, hágase tu voluntad »[46], tienen una pluriforme elocuencia. 




Prueban la verdad de aquel amor, que el Hijo unigénito da al Padre en su obediencia. Al mismo tiempo, demuestran la verdad de su sufrimiento. 






Las palabras de la oración de Cristo en Getsemaní prueban la verdad del amor mediante la verdad del sufrimiento. 





Las palabras de Cristo confirman con toda sencillez esta verdad humana del sufrimiento hasta lo más profundo: el sufrimiento es padecer el mal, ante el que el hombre se estremece. 




Él dice: « pase de mí », precisamente como dice Cristo en Getsemaní.





Sus palabras demuestran a la vez esta única e incomparable profundidad e intensidad del sufrimiento, que pudo experimentar solamente el Hombre que es el Hijo unigénito; demuestran aquella profundidad e intensidad que las palabras proféticas antes citadas ayudan, a su manera, a comprender. 







No ciertamente hasta lo más profundo (para esto se debería entender el misterio divino-humano del Sujeto), sino al menos para percibir la diferencia (y a la vez semejanza) que se verifica entre todo posible sufrimiento del hombre y el del Dios-Hombre. 





Getsemaní es el lugar en el que precisamente este sufrimiento, expresado en toda su verdad por el profeta sobre el mal padecido en el mismo, se ha revelado casi definitivamente ante los ojos de Cristo.




Después de las palabras en Getsemaní vienen las pronunciadas en el Gólgota, que atestiguan esta profundidad —única en la historia del mundo— del mal del sufrimiento que se padece. 




Cuando Cristo dice: « Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? », sus palabras no son sólo expresión de aquel abandono que varias veces se hacía sentir en el Antiguo Testamento, especialmente en los Salmos y concretamente en el Salmo 22 [21], del que proceden las palabras citadas[47]. 






Puede decirse que estas palabras sobre el abandono nacen en el terreno de la inseparable unión del Hijo con el Padre, y nacen porque el Padre « cargó sobre él la iniquidad de todos nosotros »[48] y sobre la idea de lo que dirá San Pablo: « A quien no conoció el pecado, le hizo pecado por nosotros »[49]. 





Junto con este horrible peso, midiendo « todo » el mal de dar las espaldas a Dios, contenido en el pecado, Cristo, mediante la profundidad divina de la unión filial con el Padre, percibe de manera humanamente inexplicable este sufrimiento que es la separación, el rechazo del Padre, la ruptura con Dios. 





Pero precisamente mediante tal sufrimiento Él realiza la Redención, y expirando puede decir: « Todo está acabado »[50].






Puede decirse también que se ha cumplido la Escritura, que han sido definitivamente hechas realidad las palabras del citado Poema del Siervo doliente: « Quiso Yavé quebrantarlo con padecimientos »[51]. 






El sufrimiento humano ha alcanzado su culmen en la pasión de Cristo. 





Y a la vez ésta ha entrado en una dimensión completamente nueva y en un orden nuevo: ha sido unida al amor, a aquel amor del que Cristo hablaba a Nicodemo, a aquel amor que crea el bien, sacándolo incluso del mal, sacándolo por medio del sufrimiento, así como el bien supremo de la redención del mundo ha sido sacado de la cruz de Cristo, y de ella toma constantemente su arranque. 





La cruz de Cristo se ha convertido en una fuente de la que brotan ríos de agua viva[52]. 





En ella debemos plantearnos también el interrogante sobre el sentido del sufrimiento, y leer hasta el final la respuesta a tal interrogante.










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