Sin dudas, ...¡eres Padre!!..

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..y maravillosamente sorprendente, siempre eres NOVEDAD!!...SIN DUDA ERES PADRE!!...

lunes, 8 de enero de 2018

Juan Pablo II. El Grande. Perú 1988. REFLEXIONES...



 ¡Hola, queridos amigos!!

Juan Pablo II, estuvo en el Perú por 2º vez, con ocasión del Congreso Eucarístico y Mariano de los países  bolivarianos, que fue en 1988 en Lima.
Hizo entrega de la Rosa de oro a nuestra Señora de la Evangelización, advocación mariana limense y patrona de la ciudad. 
Actualizando así su gran amor a la Madre de Dios que lo ha protegido toda su vida...

Les dejo los profundos mensajes que dirigió a la nación peruana...
ojalá que puedan meditarlos para verse fortalecidos en el don de la Fe en el Dios Uno y Trino.

Nota:
Les dejo los links, para que ustedes mismos vayan a la fuente bibliográfica; e
igualmente les dejo el texto, para una lectura directa...como prefieran....
¡que disfruten de la lectura espiritual!!...





VIAJE APOSTÓLICO A URUGUAY, BOLIVIA, LIMA Y PARAGUAY
1988



PERÚ : 14,15 Y 16 DE MAYO.1988.


LINKS :
Fuente : La Santa Sede.

1. Discurso. Jueves 12 de mayo. Bolivia. 1988.


RADIOMENSAJE DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II AL PUEBLO PERUANO


2. Discurso. Sábado 14 mayo. Aeropuerto "Jorge Chávez" de Lima y Callao.1988 : 
CEREMONIA DE BIENVENIDA DISCURSO DE SU SANTIDAD JUAN PABLO II



3. Discurso. Sábado 14 mayo. Catedral de Lima.1988 : 
DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II A LOS PARTICIPANTES EN LA MISIÓN POPULAR


4. Discurso. Sábado 14 mayo. Catedral de Lima.1988 : 
ENCUENTRO DEL PAPA JUAN PABLO II CON SACERDOTES, RELIGIOSOS, DIÁCONOS Y SEMINARISTAS



5. Oración de consagración. Sábado 14 mayo. Catedral de Lima.1988 : 
CONSAGRACIÓN DEL PERÚ A NUESTRA SEÑORA DE LA EVANGELIZACIÓN



6. Discurso. Domingo 15 mayo. Lima.1988 : 
ENCUENTRO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II CON EL MUNDO DE LA CULTURA Y DE LA EMPRESA EN EL SEMINARIO «SANTO TORIBIO»



7. Discurso. Domingo 15 mayo. Lima.1988 : 
ENCUENTRO DEL PAPA JUAN PABLO II CON LAS RELIGIOSAS PERUANAS



8. Discurso. Domingo 15 mayo. Lima.1988 : 
SALUDO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II A LOS JÓVENES DESDE EL BALCÓN DE LA NUNCIATURA APOSTÓLICA




9. Discurso. Domingo 15 mayo. Lima.1988 : 
MENSAJE RADIO-TELEVISIVO DE JUAN PABLO II A LOS INTERNADOS EN LOS CENTROS PENITENCIARIOS



10. Discurso. Domingo 15 mayo. Lima.1988 : 
ALOCUCIÓN DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II A LA CONFERENCIA EPISCOPAL PERUANA




11. Homilía. Domingo 15 mayo. Lima.1988 : 

CELEBRACIÓN EUCARÍSTICA DE CLAUSURA DEL 5° CONGRESO EUCARÍSTICO Y MARIANO DE LOS PAÍSES BOLIVARIANOS



12. Discurso. Lunes 16 mayo. Aeropuerto internacional "Jorge Chávez" de Lima y Callao.1988 : 
CEREMONIA DE DESPEDIDA.DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II





TEXTOS :

1. Discurso. Jueves 12 de mayo. Bolivia. 1988.

RADIOMENSAJE DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II AL PUEBLO PERUANO


Amadísimos hermanos y hermanas:

1. A tres años de distancia de mi primera visita pastoral a la noble nación peruana, tomo de nuevo el cayado de peregrino, y esta vez para presidir en Lima la solemne ceremonia de clausura del V Congreso Eucarístico y Mariano de los países bolivarianos.

Dentro de unos días tendré el gozo de encontrarme en esa ciudad, convertida ahora en altar de naciones hermanas, desde donde se ofrece al Señor el fruto personal de vuestra fe y vuestro amor común a Jesús Sacramentado. Desde lo más profundo de mi corazón, doy gracias a la Divina Providencia por esta oportunidad que me ofrece de unirme a los Pastores y fieles de pueblos tan queridos, como son Perú, Bolivia, Colombia, Ecuador, Panamá y Venezuela, en la profesión de fe eucarística que tendrá lugar en el Campo de San Miguel de Lima.

2. Desde la sede del Apóstol Pedro, centro de la catolicidad, envío a todos un entrañable y afectuoso saludo con las palabras de San Pablo: “Que la gracia y la paz sea con vosotros de parte de Dios Padre y de nuestro Señor Jesucristo” (Ga 1, 3).

Junto con mi deferente saludo y agradecimiento a las autoridades peruanas por su amable invitación, deseo manifestar mi profunda gratitud a los Episcopados de los seis países bolivarianos, quienes en un gesto fraterno de comunión, han querido que las intensas jornadas de estudio y reflexión de este Congreso fueran clausuradas con una Eucaristía presidida por el Sucesor de Pedro, Cabeza del Colegio Apostólico.

3. Mi visita, si bien va a ser muy breve, me permitirá, no obstante, encontrarme con los amadísimos hijos de Lima y de otras muchas partes del Perú que acudirán a la cita con el Papa. Vaya desde ahora a todos mi palabra de aliento a redoblar la preparación espiritual que, bajo la guía de los Pastores, han venido desarrollando en las parroquias, en las comunidades, en los grupos de oración y de apostolado. Me complace saber que la gran Misión realizada en Lima y en otras ciudades, ha convocado, con gran empeño y entusiasmo, a las fuerzas vivas de la Iglesia: sacerdotes, religiosos, religiosas, diáconos, seminaristas y, de modo especial, a los laicos. Todos ellos, con dedicación y entrega, están contribuyendo a que el Congreso que vamos a clausurar sea realmente una nueva llamada a intensificar el impulso evangelizador, que fortalezca la acción pastoral y la vida cristiana de cada comunidad eclesial.

4. Queridos hermanos y hermanas de los países bolivarianos: Elevo mi ferviente plegaria al Altísimo para que el Congreso Eucarístico y Mariano que vamos a clausurar redunde en abundantes frutos para vuestras almas y que ese fruto permanezca vivo por la asidua práctica de la adoración al Santísimo Sacramento y la participación frecuente en la Eucaristía, “fuente y culmen de toda la vida cristiana” (Lumen gentium, 11).

Encomiendo a la Virgen de la Evangelización las intenciones pastorales de este viaje, mientras pido al Señor de los Milagros que derrame sus gracias sobre los amadísimos hijos del Perú y de todos lo países bolivarianos, a quienes imparto de corazón mi Bendición Apostólica: en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo.

2. Discurso. Sábado 14 mayo. Aeropuerto "Jorge Chávez" de Lima y Callao.1988 : 
CEREMONIA DE BIENVENIDA DISCURSO DE SU SANTIDAD JUAN PABLO II


Señor Presidente,
queridos hermanos en el Episcopado,
dignísimas autoridades,
amadísimos hermanos y hermanas de Lima y de todo el Perú:

1. De nuevo llego a esta hermosa y generosa tierra peruana de la que tengo tan gratos recuerdos guardados en mi corazón: sus acendradas raíces cristianas, la fe y piedad de sus gentes, su sentido de acogida, su hospitalidad, su espontáneo cariño al Sucesor de Pedro, su constante deseo de bendición.

Mi gratitud más viva y sincera a todos par haber hecho posible el estar nuevamente entre vosotros, en este país cuyos orígenes, que se pierden en un pasado ancestral, ponen de manifiesto cómo el largo peregrinar histórico del hombre de estas tierras ha estado marcado por una inquietud religiosa que encontró su camino de realización con la llegada de la Buena Nueva, hace ahora casi cinco siglos.

Reciba Señor Presidente, mi deferente saludo, junto con mi agradecimiento por sus cordiales palabras de bienvenida; un saludo y un agradecimiento que me complazco en hacer extensivo a las autoridades y personalidades que nos acompañan.

Mis expresiones de gratitud se hacen abrazo de paz y de afecto a mis hermanos los obispos del Perú, con al frente el señor cardenal de Lima, y en presencia del señor arzobispo-obispo del Callao, en cuya jurisdicción se halla este aeropuerto. Saludo igualmente a los sacerdotes, religiosos, religiosas y agentes de pastoral, que con su trabajo apostólico y testimonio cristiano edifican en el Perú la Iglesia de Cristo.

2. La evocación de aquellos días inolvidables de mi primera visita pastoral al Perú, me trae a la memoria muchas cosas hermosas, que conservo en mi mente y en mi corazón: un recuerdo particular es el de la devoción que los peruanos tienen por la cruz, la cruz de Cristo. Las celebraciones populares, particularmente en los pueblos andinos, con ocasión de la fiesta de la Cruz, su imagen en las iglesias y capillas, en los hogares, a la vera de los caminos, coronando los cerros, en las alturas más insospechadas, habla muy claro del hondo enraizamiento de la fe, expresado por la adhesión a ese signo de nuestra salvación. La devoción a lo ancho y largo de vuestra geografía, al crucificado Señor de los Milagros, es prueba elocuente del amor del pueblo peruano por el símbolo de la cruz.

En la cruz se consumó el sacrificio de nuestra redención. En el Gólgota y en el Cenáculo el Señor nos dejó el memorial de su amor por nosotros: la Sagrada Eucaristía.

Conociendo pues la acendrada devoción de los peruanos a la cruz y su fervorosa adoración al Santísimo Sacramento, sacrificio y banquete, he acogido con gran gozo la amable invitación a estar presente en la solemne ceremonia de clausura del V Congreso Eucarístico y Mariano de los países bolivarianos. Saludo con afecto al señor cardenal Angel Suquía, arzobispo de Madrid, mi Enviado Especial para este Congreso.

Vengo para unirme a vosotros, amados hijos del Perú y, espiritualmente, de los demás países bolivarianos –Bolivia, Colombia, Ecuador, Panamá y Venezuela– en estos actos solemnes de profesión de fe eucarística, expresando así el misterio de comunión de la Iglesia, que vive del Cuerpo y Sangre de su Señor, inmolado en la cruz para salvarnos.

3. Vengo a celebrar con vosotros el misterio pascual de Jesucristo para insertarlo más profundamente en la vida y en la historia de este pueblo, que muestra un hambre insaciable de Dios, hambre de pan, hambre de paz y de justicia.

¡Cómo siguen vivos en mi recuerdo los emotivos encuentros de mi precedente visita en Ayacucho y en Villa El Salvador! Ante mis ojos se presentan inmensas multitudes que han experimentado el dolor, la violencia, el abandono, el hambre.

Hambre de Dios de un pueblo que ha visto florecer su fe en venerados Santos que son orgullo y modelo para toda América Latina. Hambre de Dios que nos expresa la nostalgia del encuentro con Jesús en la oración, en la celebración de los sacramentos, particularmente en la Eucaristía, centro de toda la vida cristiana.

Del hambre de pan de este pueblo nos habla su grito reclamando la solidaridad de todos; su voluntad de construir una sociedad más justa y fraterna, su deseo de vivir en paz y libertad.

4. El lema de vuestro Congreso Eucarístico es elocuente: “Te reconocemos, Señor, al partir el Pan”. Que, junto a nuestra profesión de fe en el Sacramento del Altar, sea esto un llamado a compartir con los hermanos el pan de los bienes espirituales y materiales.

Mi presencia entre vosotros en esta ocasión será breve en el tiempo, pero intensa en el afecto y en la comunión. Mi deseo es que me sientan cercano todas las personas, particularmente los pobres, los enfermos, los más abandonados, pues mi corazón, como Pastor de la Iglesia universal, está abierto a todos siguiendo al Apóstol Pablo “Me hago todo para todos, para salvarlos a todos. Todo lo hago por el Evangelio” (1Co 9, 22-23).

Aunque mi visita se circunscriba a la capital, mi palabra se dirige a todos los peruanos sin distinción: de la ciudad y del campo, de la costa, de la sierra y de la selva. A todos envío ya desde ahora mi bendición como prenda de la proximidad de Dios que efunde su infinita bondad en todos los corazones.

5. Al iniciar esta segunda visita a tierra peruana, mi mirada se dirige confiada a la Santísima Virgen, recordando que el Congreso que mañana vamos a clausurar solemnemente habéis querido que fuera Eucarístico y Mariano, en este año dedicado en modo especial a la Madre del Redentor. Que la poderosa intercesión de la Virgen María os guíe siempre en vuestro camino por las sendas del bien.

Amados peruanos todos: ¡Dios bendiga al Perú! ¡Dios bendiga a este pueblo con sus dones de paz, justicia y progreso!

¡Alabado sea Jesucristo!





3. Discurso. Sábado 14 mayo. Catedral de Lima.1988 : 
DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II A LOS PARTICIPANTES EN LA MISIÓN POPULAR


Mis queridos hermanos y hermanas:

1. Os saludo a todos con las palabras de Jesús resucitado: “La paz con vosotros” (Lc 24, 36).

Mis palabras en este encuentro van dirigidas a todos los que llenáis esta Plaza de Armas, pero de modo especial a cuantos habéis participado activamente en la gran Misión de Lima y en otros lugares del Perú. Os saludo como laicos comprometidos que colaboráis en la obra de la nueva evangelización.

En mi primera visita al Perú os invité, desde este mismo lugar, a acoger la Palabra de Cristo y a dar testimonio de ella en vuestra vida personal, familiar y social. Con este espíritu habéis realizado la gran Misión de Lima, para responder con la fuerza del Evangelio a los retos de una sociedad que sufre los síntomas de una creciente secularización. Habéis buscado nuevos cauces y modos para que Cristo esté presente en medio de vuestros hermanos, llegando a todos los lugares, tratando de iluminar las realidades sociales y los problemas humanos desde la perspectiva del Evangelio, desde las exigencias del amor y de la paz.

Mediante vuestra actividad al servicio de la evangelización, todo el pueblo cristiano ha ido tomando conciencia del sentido pastoral y espiritual del V Congreso Eucarístico y Mariano de los países bolivarianos, que clausuraré mañana en la solemne ceremonia del campo San Miguel.

2. La Eucaristía es la fuente y culminación de toda la predicación evangélica. En ella Cristo, nuestra Pascua y Pan verdadero, se hace realmente presente, se ofrece al Padre, se nos entrega como alimento que da vida y impulsa a transmitir la vida que de El recibimos. Por medio de la Eucaristía se acrecienta la participación en la naturaleza divina que tenemos como hijos de Dios por el bautismo (cf. 2P 1, 4).

La Eucaristía restablece en nosotros la armonía de nuestro ser y nos impulsa a proyectar sobre la sociedad el espíritu de reconciliación que hemos de vivir según el designio de Dios (cf. 2Co 5, 19). Nos nutrimos del Pan de vida para llevar a Cristo a las diversas esferas de la existencia: al ambiente familiar, al trabajo, al estudio, a las instituciones políticas y sociales, a los mil compromisos evangélicos de la vida cotidiana.

El misterio de la Eucaristía es “sacramento de piedad, signo de unidad, vínculo de caridad” como dice San Agustín (In Ioann. Evang.26, 31) y nos impulsa por lo tanto a crear una armonía estable entre la hondura de la piedad personal y las exigencias de un compromiso social, ya que la celebración de la Eucaristía, “para ser sincera y plena, debe conducir tanto a las varias obras de caridad y a la mutua ayuda como a la acción misional y a las varias formas de testimonio cristiano” (Presbyterorum Ordinis, 6).

3. El mismo plan de Dios, que Cristo nos ha manifestado en su Evangelio, es el que revela y nos hace presente en la Iglesia a la Virgen María. Jesús ha querido desvelar la maternidad espiritual de María, indicándola como Madre nuestra: “He ahí a tu Madre” (Jn19, 27), dice a Juan desde la cruz. Y el discípulo amado “desde ese momento la acogió en su casa”.

Ante el don de la maternidad de María, la respuesta obligada es la del amor filial. Como escribí en la Encíclica “Redemptoris Mater”, “la entrega es la respuesta al amor de una persona y en concreto al amor de la Madre. La dimensión mariana de la vida de un discípulo se manifiesta de un modo especial precisamente mediante esta entrega filial respecto a la Madre de Dios, iniciada con el testamento del Redentor en el Gólgota” (Redemptoris Mater, 45). Quien acoge a María como el tesoro más preciado, entra también en comunión con los hermanos y se abre al servicio solidario de todos ellos.

4. La Eucaristía y la Virgen María, estos dos temas de la Misión nos ofrecen numerosos motivos de reflexión acerca del misterio eucarístico y la maternidad de la Virgen. “María guía a los fieles a la Eucaristía” (Ibíd., 44). La Virgen nos enseña a acercarnos al misterio eucarístico con fe, con pureza de corazón, con respeto y reverencia; nos invita a contemplar el misterio de la presencia y del sacrificio de Cristo con los mismos sentimientos de adoración y de acción de gracias con que Ella contemplaba el misterio de su Hijo.

Estas dos maravillas del amor de Dios, la Eucaristía y la Maternidad virginal de María, nos han de llevar, por una parte, a unirnos en perenne acción de gracias con la Iglesia entera y, por otra, a comprometernos como cristianos en la apremiante tarea de la evangelización, para que nadie quede privado de estos dones de Dios que sólo pueden ser acogidos mediante la fe y la comunión con la vida de la Iglesia.

María y la Eucaristía. Estas dos realidades que llenan de luz y de vida el caminar de la Iglesia peregrina, nos han de animar a iluminar y vivificar con redoblado impulso todos los ambientes de la sociedad peruana, donde los laicos están particularmente llamados a dar testimonio de su fe en el servicio a los hermanos.

5. A todos los aquí reunidos en esta histórica Plaza de Armas, os pido que vuestra presencia, en este momento solemne, sea una ratificación de vuestra piedad eucarística y mariana; y al mismo tiempo, la renovación ante el Sucesor del Apóstol Pedro, de vuestro compromiso de hacer de vuestras vidas focos que irradien la gracia de la Eucaristía y de una filiación mariana plenamente asumida.

En las puertas del V centenario de la evangelización del continente latinoamericano, os invito a todos a emprender con espíritu renovado el camino del Evangelio, comenzando por la vida en el hogar, en la familia, en los lugares de estudio y de trabajo, para que toda situación humana quede orientada hacia Dios.

A todos los participantes en la Misión de Lima, a todos los aquí reunidos, a cuantas personas se unen con nosotros a través de la radio y la televisión, imparto con afecto mi Bendición Apostólica.




4. Discurso. Sábado 14 mayo. Catedral de Lima.1988 : 
ENCUENTRO DEL PAPA JUAN PABLO II CON SACERDOTES, RELIGIOSOS, DIÁCONOS Y SEMINARISTAS


Amadísimos sacerdotes, religiosos, diáconos y seminaristas:

“Gracia, misericordia y paz de parte de Dios Padre y de Cristo Jesús Señor nuestro” (2Tm 1, 2).

1. En tiempos pasados, los Pastores de almas de la provincia eclesiástica de Lima extendían su actividad ministerial desde territorios centroamericanos hasta una parte septentrional de las actuales Argentina y Chile, anunciando el mensaje salvador del Señor, Jesús, camino, verdad y vida (cf. Jn 14, 4). Hoy, siglos después, con ocasión del V Congreso Eucarístico y Mariano, hermanos venidos de los seis países bolivarianos, os encontráis fraternalmente unidos, en esta catedral, sede de eximios Pastores, como Santo Toribio de Mogrovejo, para dar público testimonio de vuestra fe cristiana que os une por encima de las fronteras y para proclamar vuestra secular devoción a Jesús-Eucaristía, así como vuestro amor filial a María Santísima.

Esta devoción y este amor son realidades efectivas que impulsan y animan la preparación del V centenario de la evangelización de América, esto es, de la llegada venturosa de “la Buena Nueva” (Mc 16, 15) a este nuevo continente.

2. “Nos ha llamado con una vocación santa, no por nuestras obras, sino por su propia determinación y por su gracia que nos dio desde toda la eternidad en Cristo Jesús” (2Tm 1, 9). Así escribe el Apóstol Pablo a su querido discípulo y hermano Timoteo, recordándole el origen divino de su vocación. Con estas mismas palabras quiero dirigirme hoy, en primer lugar, a vosotros amadísimos hermanos en el sacerdocio, invitándoos a dar gracias y a profundizar en el alcance, exigencias y permanente actualidad de nuestra vocación sacerdotal.

El sacerdote –como bien sabéis– “es tomado de entre los hombres y está puesto en favor de los hombres en lo que se refiere a Dios para ofrecer dones y sacrificios por los pecados” (Hb 5, 1). A esto se añade, amadísimos hermanos, el deber insoslayable de hacer fructificar en nuestra vida “el carisma de Dios” (2Tm 1,6) recibido en virtud de “aquel especial sacramento con el que los presbíteros, por la unción del Espíritu Santo, quedan sellados con un carácter particular, y así se configuran con Cristo sacerdote, de suerte que puedan obrar como en persona de Cristo Cabeza” (Presbyterorum Ordinis, 2).

Nuestra vocación sacerdotal es siempre joven, siempre actual porque se alimenta sin cesar en la siempre nueva savia de la gracia de Dios; de ahí que nuestra respuesta haya de rejuvenecerse constantemente a lo largo de nuestra vida. Por este motivo, os exhortaba en mi anterior visita a “renovar vuestra entrega a Cristo” (Alocución a los sacerdotes, religiosos y laicos peruanos, 1 de febrero de 1985), y hoy os invito a seguir el consejo que daba San Pablo a su discípulo Timoteo: “Por eso te recomiendo que reavives el carisma de Dios que está en ti por la imposición de mis manos” (2Tm 1,6).

3. La misión sacerdotal tiene como núcleo distintivo la celebración de la Eucaristía donde, los sacerdotes, “obrando en nombre de Cristo y proclamando su misterio, unen las oraciones de los fieles al sacrificio de su Cabeza y representan y aplican en el sacrificio de la Misa, hasta la venida del Señor (cf. 1Co 11, 26), el único sacrificio del Nuevo Testamento”(Lumen gentium, 28).

En consecuencia la misión de todo sacerdote alcanza su plenitud de sentido en la celebración de la Santa Misa y así todo vuestro trabajo conduce a ella, pues la Eucaristía “aparece como la fuente y la culminación de toda la predicación evangélica” (Presbyterorum Ordinis, 5).

Esta misma intimidad personal con Jesucristo se acrecienta también acudiendo a El con frecuencia en el Sacramento de la reconciliación, del que todos necesitamos. No somos sólo administradores y pregoneros del sacramento del perdón, sino a la vez, penitentes y receptores de esta gracia sacramental que cura las heridas de nuestros propios pecados y robustece nuestra unión con Dios. El hecho de vuestro propio ejemplo en la frecuencia de la confesión, será estímulo para que muchas almas se acerquen a la misericordia de Dios, hecha visible en la penitencia.

“No te avergüences, pues, del testimonio que has de dar de nuestro Señor” (2Tm 1, 8), continúa exhortando San Pablo a Timoteo. La identificación con Cristo, que culmina en la Eucaristía, debe prolongarse y desplegarse a lo largo de cada jornada hasta conseguir que toda la vida del sacerdote sea una fiel imagen del Señor. Todo en vosotros –la mirada, los gestos, la actitud servicial y siempre caritativa, la práctica de la virtud cristiana de la pobreza, el uso del signo externo que os distingue ante los fieles– ha de evocar a Cristo y ha de ser edificante para las almas que os han sido confiadas.

4. “Doy gracias a Dios, a quien... rindo culto... continuamente, noche y día... en mis oraciones” (2Tm 1, 3).

Para ir asumiendo conciencia, cada día más gozosa y ilusionada, los sacerdotes han de imitar también el diálogo continuo, que el mismo Jesús mantenía con su Padre Dios.

En la oración, a la vez que meditamos detenidamente los misterios de Cristo Jesús, hemos de buscar sin subterfugios la voluntad de Dios para reflejarla en las tareas pastorales, poniendo en manos del Altísimo los frutos del trabajo. Asimismo hemos de pedir insistentemente la ayuda divina para aquellos que han sido confiados a nuestra solicitud de Pastores, dando gracias por los beneficios recibidos y expiando también por nuestros pecados y por los pecados de todos los hombres.

A través de la oración, se va profundizando gradualmente esa especial amistad a la que, en un cierto sentido, tenemos derecho, en consideración del misterio del Cenáculo (Carta a los sacerdotes con motivo del Jueves Santo, 25 de marzo de 1988). Una amistad que compromete; una amistad que “deberá infundir un santo temor, un mayor sentido de responsabilidad, una mayor disponibilidad para –con la ayuda de Dios– dar de sí todo lo que se pueda” (Ibíd.). Una amistad que desterrará de vuestras almas toda posible tentación de soledad, toda ocasión de abandonar vuestra vocación específica para emprender caminos que no son los vuestros.

5. Ese clima de amistad os ayudará a valorar el celibato, en su genuino significado, como un don de Dios que “no todos son capaces de entender..., sino solamente aquellos a quienes se les ha concedido” (Mt 19, 11). Al ser un don excelso, “la continencia por el reino de los cielos lleva sobre todo la impronta de la semejanza a Cristo que, en la obra de la Redención, ha hecho El mismo esta elección por el reino de los cielos” (Audiencia general, n. 1, 24 de marzo de 1982). Don que, libremente aceptado y fielmente vivido, configura al sacerdote con la vida de Cristo Redentor.

Por el celibato, en efecto, “los presbíteros se consagran a Cristo por una nueva y eximia razón” (Presbyterorum Ordinis, 16), y pueden dedicarse más libremente –con un corazón indiviso– al servicio de Dios y de los hombres (cf. Ibíd.). La perfecta continencia por el reino de los cielos hace posible la “paternidad en el espíritu..., característica de nuestra personalidad sacerdotal, que expresa precisamente la madurez apostólica y la fecundidad espiritual” (Carta a los sacerdotes con motivo del Jueves Santo, 25 de marzo de 1988).

En este Año Mariano, nuestra opción sacerdotal, consciente y decidida, por el celibato para toda la vida, la vamos a dejar depositada amadísimos hermanos, en el Corazón de María. “Debemos recurrir a esta Madre-Virgen cuando encontremos dificultades en el camino elegido. Debemos buscar, con su ayuda, una comprensión siempre más profunda de este camino, la afirmación siempre más completa de él en nuestros corazones” (Ibíd.).

6. “Nuestro Salvador Cristo Jesús... ha destruido la muerte y ha hecho irradiar luz de vida y de inmortalidad por medio del Evangelio” (2Tm 1, 10). Y vosotros habéis sido hechos copartícipes de esta irradiación de la luz de vida. La vocación sacerdotal es, sobre todo, una vocación de servicio abnegado a los demás, que busca solamente la gloria de Dios.

El primer servicio que habéis de prestar es precisamente a vuestros hermanos en el sacerdocio. Los sacerdotes no somos personas confirmadas en gracia, orientadas indefectiblemente al bien y incapaces de obrar el mal. El sacerdote necesita, igual que los demás cristianos, los auxilios espirituales: los sacramentos, la oración, el ejemplo, el consuelo, el aliento y la ayuda, tanto espiritual como material.

La fraternidad sacerdotal es vuestro deber primordial y compromiso. “Los presbíteros –exhorta el Concilio Vaticano II– estén unidos con sus hermanos por el vínculo de la caridad, de la oración, y de una cooperación que abrace y comprenda todo” (Presbyterorum Ordinis, 8). El genuino espíritu fraterno os llevará felizmente a atender con solicitud ejemplar a vuestros hermanos sacerdotes cuando estén afligidos por la enfermedad, por la pobreza extrema o por la soledad, cargados con las labores excesivas o cuando el peso de los años haga más fatigoso el trabajo apostólico.

Vuestros solícitos cuidados han de encaminarse sobre todo a buscar su bien espiritual. La oración y la entrega sin limites a las almas serán, como siempre, los medios que se deben emplear: rogando a Dios sin cesar unos por otros y ofreciéndoos mutuamente el testimonio de una vida sacerdotal a todas luces edificante. Particular atención os deben merecer las situaciones de un cierto desfallecimiento de los ideales sacerdotales o la dedicación a actividades que no concuerden íntegramente con lo que es propio de un ministro de Jesucristo. Es entonces el momento de brindar, junto con el calor de la fraternidad, la actitud firme del hermano que ayuda a su hermano a sostenerse en pie.

Si bien el Sacerdocio de Cristo es eterno (cf. Sal 110[109], 4; Hb 5, 6), la vida del sacerdote es limitada. Cristo quiere que otros perpetúen a lo largo de los tiempos el sacerdocio ministerial por El instituido. Por esto, es preciso que mantengáis dentro de vosotros y a vuestro alrededor la inquietud por suscitar, secundando la gracia del Espíritu Santo, abundantes y selectas vocaciones sacerdotales entre los fieles. La oración confiada y perseverante, el amor a la propia vocación y una dedicada labor de dirección espiritual entre la juventud os permitirán discernir el carisma vocacional en las almas de los que son llamados por Dios.

7. San Pablo, en la lectura que hemos escuchado, dice también a Timoteo que el Señor “no nos dio a nosotros un espíritu de timidez, sino de fortaleza, de caridad y de templanza” (2Tm 1, 7). El sacerdote, sólidamente unido a Cristo, sale al encuentro de los demás hombres. Cuando recuerdo mi visita anterior a estas tierras llenas de historia, os veo en las primeras filas al servicio a la Iglesia en el corazón de las grandes selvas, en las amplias pampas y en las punas frías de las alturas, en los cálidos valles y desiertos costeños, y en las modernas y intrincadas urbes. Os veo siempre y en todo lugar como portadores de vuestra especifica vocación, dispensadores de la gracia de Cristo, Sumo y Eterno Sacerdote. Os veo como sacerdotes de Cristo, unidos a vuestros obispos, colaborando con ellos, como artífices de la comunión eclesial, para proclamar fielmente la Buena Nueva de la salvación en Cristo y para construir un “mundo mejor” (cf. Populorum progressio, 65), una sociedad renovada de acuerdo con los auténticos valores evangélicos y humanos, según el plan Creador y Redentor de Dios, edificando así la civilización del amor.

Con un corazón imbuido de este carácter sacerdotal, debéis recordar siempre que estáis llamados a ser administradores y dispensadores de los misterios de Dios. Lo sois, de manera especial, del Pan de la Eucaristía y de la vida misma de Dios por la que somos hijos suyos en Cristo; sois artífices de paz y reconciliación por el sacramento del perdón, al que debéis consagrar tiempo y esfuerzo abundantes, como parte importante de vuestra misión; sois educadores del sentido cristiano del matrimonio; sois portadores de consuelo, serenidad espiritual y salud por el sacramento de la unción de los enfermos. En una palabra, sois ministros de “la Palabra de Dios, el misterio escondido desde siglos..., y manifestado ahora a sus santos” (Col 1, 25-26); por consiguiente, debéis procurar que ese misterio de Cristo llegue íntegra y fidelísimamente al corazón de todos los hombres.

8. Como os dije en esta misma catedral hace poco más de tres años, “sé del rechazo que sacude vuestros corazones al ver entronizada en el mundo un ansia inmoderada y cruel de tener, de poder y de placer”, que engendra a su vez, situaciones de pobreza y injusticia. Grande ha sido el esfuerzo realizado por la Iglesia en la obra evangelizadora a través de los siglos, y vosotros, conscientes de lo que queda por hacer, habéis dedicado vuestras mejores energías para continuar esa labor. Con todo, vuestros ideales de servir a los más pobres deben realizarse en todo momento de acuerdo con vuestra vocación de instrumentos de unidad. No podéis ceder a la tentación de rechazar a alguien creando diferencias y antagonismos. No podéis sustituir el Evangelio por opciones temporalistas. El Evangelio de Cristo juzga al mundo y no el mundo al Evangelio. Sabéis que existen formas erradas de la teología de la liberación, en las que los pobres son concebidos en forma reductiva, dentro de un marco exclusivamente económico, y se les propone la lucha de clases como única solución posible (cf. Congr. pro Doctr. Fidei, Libertatis Conscientia, IV, 5; VII, 8). Se llega así a una situación de conflicto permanente, a una visión equivocada de la misión de la Iglesia, y a una falsa liberación que no es la que Cristo nos ofrece.

Vosotros, queridos sacerdotes, debéis transmitir fielmente la auténtica doctrina social de la Iglesia: esa “cuidadosa y atenta reflexión sobre las complejas realidades de la vida del hombre en la sociedad o en el contexto internacional, a la luz de la fe y de la tradición eclesial. Su objetivo principal es interpretar esas realidades, examinando su conformidad o diferencia con lo que el Evangelio enseña acerca del hombre y su vocación terrena y, a su vez, trascendente, para orientar en consecuencia la conducta cristiana” (Sollicitudo rei socialis, 41).

De esta forma, los fieles, fortalecidos en la fe y en la caridad, podrán distinguir las conductas y situaciones socio-económicas injustas, elegir libremente y poner en práctica soluciones adecuadas conformes al plan de Dios.

9. Quiero ahora dirigirme especialmente a vosotros, queridos religiosos, continuadores de aquellos misioneros de la primera evangelización y de eximios apóstoles en tiempos más recientes, como el padre Francisco del Castillo, ejemplo de amor a los pobres desde el Evangelio.

“Como en árbol que se ramifica espléndido y pujante en el campo del Señor partiendo de una semilla puesta por Dios” (Lumen gentium, 43), así se han desarrollado y crecido en toda la Iglesia las familias religiosas e institutos de vida consagrada, impulsando, cada uno según su camino específico, la difusión del reino de Dios. También en este continente y, de un modo particular, en este país, vuestra vida entregada por entero al Señor ha dado frutos copiosos y abundantes “para que el reino de Cristo se asiente y consolide en las almas” (Ibíd.).

El reto evangelizador a que se enfrenta América Latina en este final de siglo y milenio, requiere vuestra insustituible colaboración. La Iglesia, en los países bolivarianos, precisa el abnegado concurso de las familias religiosas que hoy, igual que en los siglos pasados, con su oración y su vida santa, con sus obras de asistencia y educación, hagan llegar a muchos el mensaje de Cristo.

Recordad que la fidelidad al carisma fundacional de cada una de vuestras familias es un signo preclaro de adhesión a la voluntad de Dios y condición indispensable para la fecundidad apostólica. El amor de Dios que habéis manifestado al profesar los consejos evangélicos os debe llevar a rechazar cualquier tentación de desviar o desvirtuar el camino que la Providencia divina ha trazado para vosotros. Tened en gran aprecio la vida en comunidad y los signos externos que manifiestan ante los hombres vuestra consagración total a Dios, y les recuerdan la perspectiva escatológica del reino.

“Por la necesaria unidad y concordia en el trabajo apostólico” (Lumen gentium, 45), es preciso que estéis unidos a los obispos, secundando con vuestra oración y vuestro ministerio sus directrices pastorales. De este modo, contribuiréis a hacer, de esta tierra fecunda, un vergel floreciente de irradiación cristiana y de promoción humana a todos los niveles.

Me dirijo ahora de modo especial a vosotros, diáconos permanentes, para deciros que la Iglesia en el Perú pone en vuestra dedicación y entrega una particular esperanza. Agradeced a Dios la grandeza de vuestra vocación y sentid en todo momento la responsabilidad de difundir el mensaje de salvación mediante una vida de servicio desinteresado a los hermanos.

10. Finalmente, no puedo olvidar a quienes en los seminarios y casas de formación estáis preparándoos para recibir las órdenes sagradas.

¡Vosotros seréis los sacerdotes del tercer milenio de la cristiandad! Todos los ideales sacerdotales sobre los que hemos reflexionado son también para vosotros, queridos seminaristas. Vuestra adhesión a Cristo, el ideal de ser sacerdotes santos, ha de ser una inquietud constante, en vuestra preparación, lo que os llevará a purificar todo aquello que no esté conforme con la llamada del Señor.

Vuestra “formación de verdaderos Pastores de almas” (Optatam totius, 4) tiene unas características que habéis de llevar a la práctica según las orientaciones del Concilio Vaticano II. En consonancia con la adhesión radical a Cristo habéis de abordar las disciplinas filosóficas y teológicas con un gran amor por la verdad, conscientes de que vuestros estudios son camino para un mayor conocimiento de Dios y de la historia de la salvación. “Ten por norma las palabras sanas que oíste de mí en la fe y en la caridad de Cristo Jesús. Conserva el buen depósito” (2Tm 1, 13-14), nos insiste San Pablo. También vosotros conservaréis ese “buen depósito” a través de una fidelidad plena al Magisterio de la Iglesia, añadiendo al conocimiento intelectual la adhesión interna, sobrenatural, que brinda la fe.

La formación espiritual, mediante una sincera y confiada dirección, el conocimiento y la práctica de la liturgia y en general una adecuada preparación pastoral práctica, deben ocupar un lugar importante en vuestro esfuerzo personal para responder a vuestra vocación de futuros Pastores de almas.

La Eucaristía, centro de la vida del cristiano y escuela de humildad y servicio ha de ser para vosotros, queridos seminaristas, el objeto principal de vuestro amor. La adoración, la piedad y el cuidado del Santísimo Sacramento durante estos años de preparación os conducirán a que un día celebréis el Santo Sacrificio del Altar con unción edificante y verdadera.

11. Amadísimos sacerdotes, religiosos, diáconos y seminaristas: Pido a María Santísima, a la que en esta arquidiócesis veneráis bajo la hermosa advocación de Nuestra Señora de la Evangelización, que os confirme a todos en una fidelidad renovada a vuestra vocación y que os acompañe constantemente en vuestro camino hacia nuevas mesas de evangelización. A María “le damos gracias... por el inefable don del sacerdocio, por el cual podemos servir en la Iglesia a todos los hombres. ¡Que la gratitud despierte también nuestro celo!” (Carta a los sacerdotes con motivo del Jueves Santo, 25 de marzo de 1988). Así sea.


5. Oración de consagración. Sábado 14 mayo. Catedral de Lima.1988 : 
CONSAGRACIÓN DEL PERÚ A NUESTRA SEÑORA DE LA EVANGELIZACIÓN


¡Dios te salve, María, llena de gracia, Madre de Misericordia! Te damos gracias porque nos has dado el fruto bendito de tu vientre, Cristo Jesús, autor de nuestra salvación.

Tú, Madre y protectora de este pueblo, nos has acompañado a través de la historia, siendo su Maestra en la fe, en la esperanza y en el amor: muéstranos ahora a Jesús, presentándonos el ejemplo de su vida y intercediendo por nosotros.

En esta hora de gracia y bendición para el Perú, deseamos reafirmar nuestra fe en Cristo Eucaristía, camino, verdad y vida, cuya Palabra queremos acoger en nuestro corazón como Tú la acogiste, de modo que, renovados por la Eucaristía y la Palabra, podamos edificar todos unidos la ansiada civilización del amor.

“¡Nuestra Señora de la Evangelización!”. Madre de la Buena Nueva, sabemos que el camino es arduo; esta tierra gloriosa, cuna de santos, se ve ahora afligida por la violencia y la muerte, por la pobreza y la injusticia, por una honda crisis familiar fruto del olvido de la ley del Señor, por ideologías que intentan vaciar de contenido su fe cristiana.

Por eso queremos ofrendar a Ti todo el Pueblo de Dios que peregrina en Perú y poner cerca de tu Corazón de Madre:

— A los Pastores de la Iglesia, para que sigan siendo valientes maestros de la verdad, defensores de la dignidad de sus hermanos, constructores de la unidad.

— A los sacerdotes, para que cada vez más conscientes de su vinculación con el único mediador, Cristo Jesús, prolonguen su presencia en las comunidades, siendo fieles dispensadores de los misterios de Dios.

— A las personas consagradas, para que por el fiel seguimiento de los consejos evangélicos se dediquen intensamente a Dios como a su amor supremo, sean signo preclaro de la Iglesia, y presencia de tu Hijo en el mundo.

— A todos los laicos, para que fieles a su bautismo y guiados por el Espíritu Santo sean verdadero testimonio del Evangelio y lo anuncien con su vida.

— A los hogares cristianos, para que como verdaderas iglesias domésticas, sean auténticos santuarios donde se viva la fe, la esperanza y la caridad, donde florezca la fidelidad, la obediencia filial, el amor mutuo.

— A los jóvenes, para que tengan el valor de brindar todas sus energías en construir un nuevo Perú donde se viva sin temor el espíritu de las bienaventuranzas del reino.

— A los pobres, ancianos, enfermos, a las víctimas de la injusticia y la violencia, a los que están llevando la cruz de la pasión de tu Hijo, para que encuentren consuelo en su fe, fortaleza en su esperanza, ayuda solidaria y fraterna en todos sus hermanos.

— A los responsables del gobierno de la nación y a los que rigen la sociedad, para que con rectitud y entrega generosa conduzcan el pueblo del Perú por caminos de justicia y libertad en convivencia pacífica.

Madre y Señora nuestra, acoge con amor esta ofrenda de tus hijos y bendice esta amada tierra con los dones de la reconciliación y la paz.

¡Oh clementísima, oh piadosa, oh dulce Virgen María!




6. Discurso. Domingo 15 mayo. Lima.1988 : 
ENCUENTRO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II CON EL MUNDO DE LA CULTURA Y DE LA EMPRESA EN EL SEMINARIO «SANTO TORIBIO»

Distinguidos participantes en este encuentro:

1. Sean mis primeras palabras de esta tarde expresión de mi viva satisfacción par encontrarme con vosotros, hombres y mujeres del mundo de la cultura y de la empresa. En mi anterior visita al Perú, estuvisteis muy presentes en mi pensamiento. En verdad, cuando desde estas tierras agradecía a Dios la evangelización del Nuevo Mundo, no me refería en modo exclusivo a la abnegada labor de los misioneros, sino también a los hombres de cultura que contribuyeron a modelar la identidad de estos pueblos a la luz de la fe. Así como al hablar sobre el trabajo, no aludía únicamente al papel fundamental de campesinos y obreros, sino también a los afanes de los hombres de empresa que con dedicación y empeño ejemplares conducen las labores de producción y fomentan el desarrollo.

Ambos mundos son verdaderamente expresiones de una misma realidad que puede ser comprendida en sentido amplio bajo la denominación de desarrollo cultural.

La reflexión sobre la cultura tiene una larga historia en la vida y en el pensamiento de la Iglesia. En efecto, ha sido una preocupación constante, que se acentuó de manera singular en momentos cruciales de la historia de la humanidad. Estamos, pues, ante un tema central en la vida del hombre y de la Iglesia.

La labor empresarial, por su parte, es un aspecto muy importante del extenso horizonte de la cultura. Tanto más en los países en vías de desarrollo como el vuestro, donde los desniveles económicos son grandes y donde, en consecuencia, se hace necesario un gran esfuerzo comunitario para alcanzar un desarrollo económico suficiente que permita construir una cultura verdaderamente humana, esto es, realmente orientada hacia Dios.

2. Las raíces de la cultura de vuestro país están impregnadas del mensaje cristiano. La historia del Perú se ha ido forjando al calor de la fe, que ha inspirado y a la vez ha impreso una marca propia a su vida y sus costumbres. A la luz de ella se modeló una nueva síntesis cultural mestiza que une en sí el legado autóctono americano y el aporte europeo.

Sin embargo, la permanencia de estructuras que originan graves desequilibrios en el cuerpo social puede suscitar una cierta desconfianza a la hora de evaluar el sustrato de fe de la primera evangelización, dando por supuesto que, o no ha impregnado con suficiente fuerza los criterios y las decisiones de los responsables del liderazgo cultural y social (cf. Puebla, 437), o se ha debilitado frente a la agresión de ideologías extrañas.

Se trata de ideologías de corte individualista que no reparan en la injusta repartición de las riquezas y que conciben al hombre como individuo autosuficiente, inclinado a la satisfacción de su interés propio en el goce de los bienes terrenales, sin consideración alguna para con los derechos de los demás; o son, por otra parte, ideologías de inspiración colectivista, que niegan la vocación trascendente de la persona humana y le señalan una finalidad puramente terrena (cf. Congr. pro Doctr. Fidei, Libertatis Conscientia, 13).

Frente a estas concepciones incoherentes con vuestra tradicional cultura cristiana, quiero repetiros ahora a vosotros la invitación que formulé en Santo Domingo a todos los pueblos de América Latina: Permaneciendo siempre fieles a los valores de dignidad personal y de hermandad solidaria que el pueblo peruano lleva en su corazón, como imperativos recibidos del Evangelio, resistid a la tentación de quienes quieren que olvidéis vuestra innegable vocación cristiana (Celebración de la Palabra en el Estadio Olímpico de Santo Domingo, III, 2, 12 de octubre de 1984).

3. El interés por la cultura es, en primer lugar, un interés por el hombre y por el sentido de su existencia. Así lo afirmé en mi discurso a la UNESCO hace algunos años: “Para crear la cultura hay que considerar íntegramente, y hasta sus últimas consecuencias, al hombre como valor particular y autónomo, sujeto portador de la trascendencia de la persona. Hay que afirmar al hombre por él mismo, y no por ningún otro motivo o razón: ¡Únicamente por él mismo! Más aún, hay que amar al hombre porque es hombre, hay que reivindicar el amor por el hombre en razón de la particular dignidad que posee” (Discurso en la sede de la UNESCO, n. 10, 2 de junio de 1980). La cultura debe ser el espacio y el vehículo para que la vida humana sea cada vez más humana (cf. Redemptor Hominis, 14; Gaudium et spes, 38) y pueda el hombre vivir una vida digna, conforme al designio divino. Una cultura que no está al servicio de la persona no es verdadera cultura.

La Iglesia hace, pues, una opción radical por el hombre al plantearse la evangelización de la cultura. Su opción, en consecuencia, es la de un verdadero humanismo integral que eleva la dignidad del hombre a su verdadera y irrenunciable dimensión de hijo de Dios. Cristo revela el hombre al hombre mismo (Gaudium et spes, 22), le devuelve su propia grandeza y dignidad, permitiéndole redescubrir el valor de su humanidad que por efecto del pecado se había oscurecido. ¡Qué inmenso valor debe tener para Dios el hombre, que ha merecido tan grande Redentor!

Por consiguiente, la acción de la Iglesia no puede conjugarse con la de aquellos “humanismos” que se limitan a una visión exclusivamente económica, biológica o síquica. La concepción cristiana de la vida está siempre abierta al amor de Dios. Fiel a esta vocación quiere mantenerse por encima de las distintas ideologías para optar sólo por el hombre desde el mensaje liberador cristiano. “La Iglesia –como he indicado en mi reciente Encíclica Sollicitudo Rei Socialis– no propone sistemas o programas económicos y políticos, ni manifiesta preferencias por unos u otros, con tal que la dignidad del hombre sea debidamente respetada y promovida, y ella goce del espacio necesario para ejercer su ministerio en el mundo” (Sollicitudo Rei Socialis, 41).

4. Esta opción humanista desde la óptica cristiana supone, como toda opción, la vivencia clara de una escala de valores, pues éstos son el sustento de toda sociedad. Sin valores no hay posibilidad real de construir una sociedad verdaderamente humana, pues ellos determinan no sólo el sentido de la vida personal, sino también las políticas y estrategias de la vida pública. Una cultura que ha perdido su fundamento en los valores supremos se vuelve necesariamente contra el hombre.

Los grandes problemas que afectan a la cultura contemporánea tienen su origen en ese querer marginar la vida personal y pública de una recta escala de valores. Ningún modelo económico o político servirá plenamente al bien común si no se apoya en valores fundamentales que respondan a la verdad sobre el ser humano, “verdad que nos es revelada por Cristo, en toda su plenitud y profundidad” (Dives in Misericordia, 1. 2), Los sistemas que elevan lo económico a la condición de factor único y determinante de tejido social están condenados por su propio dinamismo interno a volverse contra el hombre.

Lo cierto es que solamente acudiendo a las capacidades morales y espirituales de la persona, se obtienen cambios culturales, económicos y sociales que estén verdaderamente al servicio del hombre, pues, el pecado, que se encuentra en la raíz de las situaciones injustas, es, en sentido propio y primordial, un acto voluntario que tiene su origen en la libertad de cada persona. Por eso, la rectitud de las costumbres es condición para la salud de toda la sociedad. (cf. Congr. pro Doctr. Fidei, Libertatis Conscientia, 75).

5. Dentro de la inmensa tarea de evangelización a la que estamos llamados como Iglesia, la evangelización de la cultura ocupa un lugar preferencial (cf. Puebla, 365 ss.). Ella debe alcanzar a todo el hombre y a todas las manifestaciones del hombre, llegando hasta la raíz misma de su ser, costumbres y tradiciones. (Pablo VI, Evangelii Nuntiandi, 20)

La evangelización de la cultura supone un esfuerzo por salir al encuentro del hombre contemporáneo, buscando con él caminos de acercamiento y diálogo para promocionar su condición. Es un esfuerzo por comprender las mentalidades y las actitudes del mundo actual y iluminarlas desde el Evangelio. Es la voluntad de llegar a todos los niveles de la vida humana para hacerla más digna. De esta manera dignifica los modelos de comportamiento, los criterios de juicio, los valores dominantes, los intereses mayores, los hábitos y costumbres que sellan el trabajo, la vida familiar, social, económica y política.

Evangelizar la cultura es promover al hombre en su dimensión más profunda. Por ello, se hace a veces necesario poner en evidencia todo aquello que a la luz del Evangelio atenta contra la dignidad de la persona. Por otra parte, la fe es fermento para una auténtica cultura, porque su dinamismo promueve la realización de una síntesis cultural en una visión equilibrada, que sólo se puede conseguir a la luz superior de que ella es portadora. La fe ofrece la respuesta de aquella sabiduría “siempre antigua y siempre nueva” que puede ayudar al hombre a adecuar, con criterios de verdad, los medios a los fines, los proyectos a los ideales, las acciones a los patrones morales que permitan restablecer en nuestro hoy el alterado equilibrio de valores. En una palabra, la fe, lejos de ser un obstáculo, es fuerza fecunda para la creación de la cultura.

La acción evangelizadora de la cultura en el Perú de hoy y del futuro debe partir de un hecho consignado por la historia: la primera evangelización –cuyo inicio pronto cumplirá 500 años– modeló la identidad histórico-cultural de vuestro pueblo (cf. Puebla, 412. 445-446; Celebración de la Palabra en el Estadio Olímpico de Santo Domingo, III, 2, 12 de octubre de 1984); y el substrato cultural católico, sellado particularmente por el corazón y su intuición, se expresa en la plasmación artística, de la que vuestros templos, vuestras pinturas tradicionales, vuestro arte popular, constituyen una muestra tan valiosa. Se expresa también, con caracteres no pocas veces conmovedores, la piedad hecha vida de las manifestaciones populares de devoción.

6. Si bien es cierto que la fe trasciende toda cultura, dado que pone de manifiesto un acontecimiento que tiene su origen en Dios y no en el hombre, ello no quiere decir que esté al margen de la cultura. Hay una íntima vinculación entre el Evangelio y las realizaciones del hombre. Este vínculo es creador de cultura.

De la misma manera que la cultura necesita una visión integral y superior del ser humano, la fe necesita hacerse cultura, necesita inculturarse. “Una fe que no se hace cultura es una fe que no ha sido plenamente recibida, no enteramente pensada, no fielmente vivida” (Carta al cardenal Agostino Casaroli con motivo de la fundación del Consejo Pontificio para la Cultura, 20 de mayo de 1982).

Por ello, es misión de todo cristiano empeñarse por inculturar cada vez más profundamente el mensaje del Evangelio en la variedad de expresiones culturales profundamente arraigadas en vuestro país, en las que la fe ha desplegado una función felizmente integradora. De esta manera, contribuiréis también vosotros a esta elevada tarea, reforzando la cohesión y la necesaria unidad en vuestra patria.

No está fuera de lugar llamar aquí la atención ante un peligro que puede presentarse en el proceso de integrar la fe en la cultura, esto es, el peligro del temporalismo como criterio reduccionista del mensaje cristiano. En pueblos que están buscando con indecible tesón una mayor vivencia de la justicia, donde las desigualdades socio-económicas son muy grandes y las condiciones de vida para muchos son a veces infrahumanas, aparece con frecuencia la tentación de reducir la misión de la Iglesia a la búsqueda de un proyecto meramente temporal o incluso a la acción política. De esta manera, el punto de llegada a todos es evidente: se vacía el mensaje cristiano de sus contenidos esenciales, se adultera la fe, se traiciona el Evangelio.

7. De modo particular quiero dirigirme esta tarde a todos los que os ocupáis por la creación y fomento de la cultura. Sobre vosotros recae una no leve responsabilidad, ya que de las opciones que sepáis llevar a cabo dependerá a su vez el que vuestra cultura esté al servicio del hombre o se vuelva contra él.

Sois vosotros, pensadores, los que con sentido cristiano de la vida habéis de mostrar que la fe y la ciencia no se oponen. En efecto, la inteligencia humana, con el correr de los siglos, ha ido descubriendo no pocos de los misterios naturales que intrigan al hombre, y desvelando la lógica correlación entre la teología y los saberes temporales. La grandeza del trabajo intelectual, lo sabéis bien, lo constituye, en definitiva, la búsqueda de la verdad. Así lo señalaba en mi Encíclica Redemptor Hominis: “En esta inquietud creadora late y pulsa lo que es profundamente humano: la búsqueda de la verdad, la insaciable necesidad del bien, el hambre de libertad, la nostalgia de lo bello, la voz de la conciencia” (Redemptor Hominis, 18).

La labor que Dios os pide es un servicio a la verdad. Verdad que debe ser buscada sin cesar en las instituciones de investigación y enseñada a cada momento en los centros educativos; que debe presidir las tareas de los medios de comunicación social, de la política, la economía, el arte en sus diversas y ricas manifestaciones, y que debe resistir a la tentación de manipular y de dejarse manipular.

A este propósito deseo alentar a los profesionales de la información a ser auténticos promotores del bien común, como le corresponde a su noble y alta actividad, que casi me atrevería a definir como misión de servicio a la comunidad. Esa misma sociedad a la que han de servir pide y espera que no se dejen llevar por intereses o conveniencias de parte que, desfigurando los hechos, pueden perjudicar la pacífica convivencia ciudadana o debilitar los valores esenciales de la estabilidad democrática y del orden constitucional.

8. Quiero también detenerme en el papel del empresario en el mundo actual. Para vosotros, queridos empresarios cristianos, la gran tarea está en impregnar las realidades de la vida laboral y económica, y en general toda la economía, con el ideal evangélico tal como es propuesto por la enseñanza social de la Iglesia. En el cumplimiento de esa ardua tarea habéis de tener presente que, a pesar de la importancia fundamental de los medios, son primordialmente vuestras actitudes las que debéis examinar a la luz de la fe, para cambiar en consecuencia lo que haya que cambiar, según las exigencias de la misma fe.

En ocasiones se ha interpretado mal o no se ha comprendido vuestro papel, presentándolo como necesariamente contrario a los trabajadores o atado a los grandes intereses foráneos. Se olvida que todos juntos, empresarios y trabajadores, cooperáis para la consecución de un objetivo común. Se olvida con frecuencia que sois hombres de iniciativa, que afrontáis riesgos, que sois creadores de nuevos métodos, que contribuís al avance tecnológico y que enriquecéis a la comunidad con los frutos de vuestras actividades. El empresario cristiano no puede concebir a la empresa sino como integrada por personas a cuyo desarrollo y perfección debe contribuir el trabajo que desempeña. El ideal de comunidad humana y humanizadora ha de iluminar la realidad concreta de las empresas en medio de una sociedad abierta y pluralista, propiciando un esfuerzo creativo, más participado y responsable, por el que se consiga una producción eficaz y razonable de bienes y servicios.

Sin embargo, hay que lamentar, por otra parte, que no pocas veces hay empresarios –en los diversos tipos de empresa– que no responden a los dones recibidos y que parecen ignorar su responsabilidad frente a quienes trabajan en la empresa y ante la sociedad. Algunos parecen olvidar que deben ser, sí, promotores de riqueza; pero teniendo siempre como fin el bien común, esto es, sin dejarse arrastrar por apetencias de exclusiva utilidad personal.

Tened siempre presente que los valores de la solidaridad y la subsidiaridad son guía segura para la edificación cristiana de la empresa y de la sociedad toda (Sollicitudo Rei Socialis, 32). La empresa no sólo es una actividad productiva, sino que debe ser además un medio para la práctica del trabajo realizador de la persona humana (Laborem exercens, 14). No olvidéis que el trabajador es para si mismo todo su capital y que, por ello, en la conceptualización de la empresa ordenada al bien común, el trabajo tiene prioridad (cf. Ibíd., 2).

9. Dirigiéndome a empresarios no puedo por menos de pensar en uno de los problemas más graves que, en el orden de la vida económica, angustian a tantas naciones de América Latina, y en particular al Perú.

Como he dicho recientemente en mi Encíclica “Sollicitudo Rei Socialis”: “El medio destinado al desarrollo de los pueblos se ha convertido en un freno, por no hablar, en ciertos casos, hasta de una acentuación del subdesarrollo” (Sollicitudo Rei Socialis, 19).

En efecto, el movimiento de capitales de un país a otro, o de instituciones públicas o privadas de crédito hacia regiones o naciones que lo necesitan para dotarse de infraestructuras o para hacer frente a necesidades básicas de las poblaciones, puede ser un gran signo de solidaridad mundial. El criterio para que esto sea una realidad, es, precisamente, el sentido de solidaridad con que se haga. Por parte del país que pide el crédito, se requiere a su vez que haya examinado detenidamente cuáles son sus verdaderas prioridades, cuál es el costo financiero y humano del préstamo, así como las consecuencias directas y indirectas de una dilación o cesación de pagos. De lo contrario, el mecanismo de créditos y préstamos se puede convertir en una rémora y en una carga insoportable.

Tal como ha sido expuesto en el documento de la Pontificia Comisión Iustitia et Pax sobre esta materia, el problema de la deuda internacional no es solamente una cuestión financiera o económica, ni tampoco meramente política, sino ante todo ética y moral. Ella debe ser considerada y encaminada a solución, a la luz del principio de la solidaridad entre pueblos y naciones, ricos y pobres, desarrollados y subdesarrollados, con el fin de no naufragar en los escollos del egoísmo, de la ganancia a cualquier precio o de una concepción estrecha y puramente material del desarrollo.

10. Todos vosotros, representantes de la cultura y de los sectores dirigentes del país, tenéis en vuestras manos una gran responsabilidad: la de hacer del Perú un lugar donde no solamente se sobreviva, sino que todos los ciudadanos vivan conforme a su dignidad de personas en lo material y en lo espiritual.

Que vuestra patria siga siendo en el futuro un lugar acogedor en el que los derechos fundamentales de toda persona sean tutelados, donde los egoísmos y los antagonismos políticos sean superados, donde la explotación, la violencia, el terrorismo no dejen sentir sus trágicas secuelas de opresión y de muerte, donde las libertades civiles y la fuerza creadora de todos los peruanos den una mayor cohesión social al país como garantía de un futuro mejor, donde la niñez y la juventud no sean víctimas inocentes de intereses inconfesables, enemistades partidistas, estrategias desestabilizadoras. En suma, una sociedad en la que los valores cristianos imperen y donde el noble ideal de solidaridad prevalezca ante el caduco ideal de dominio. (cf. Sollicitudo Rei Socialis, 46)

11. Para llevar a cabo esta ardua tarea, vuestro país cuenta con un potencial de recursos naturales suficientes; pero, cuenta sobre todo con el gran tesoro de un pueblo de profundas raíces cristianas, cuyos valores han de ser reavivados y potenciados para enfrentar el desafío del presente.

En esa economía solidaria ciframos todos grandes esperanzas con miras a movilizar las fuerzas vivas de la nación. Vosotros y yo estamos convencidos de que mediante la convergencia de tantas voluntades solidarias, será posible una política económica articulada en la que la autoridad publica, sin abdicar de sus funciones de dirección superior, cree los espacios suficientes para que la iniciativa privada pueda desplegar un decidido impulso al desarrollo económico de toda la región.

Como empresarios cristianos, vuestra patria espera mucho de vosotros, particularmente en la difícil situación por la que atraviesa la economía, y que, aunque afecta a todos, sus efectos negativos recaen con mayor fuerza sobre los más pobres. Con generosa dedicación y empeño colaborad en la construcción de una economía fundada en la recta jerarquía de los valores, estad siempre atentos a las exigencias de la justicia, la misericordia y la solidaridad.

No quiero terminar sin dirigir mi palabra de aliento a todas las instituciones católicas de educación superior y centros universitarios del país; en particular a los miembros del Consejo Católico para la Cultura del Perú.

Al despedirme de vosotros, dignos representantes del mundo cultural y de la empresa, deseo invitaros a que contribuyáis activamente en la construcción y defensa de una cultura más humana. Os exhorto a convertiros en verdaderos promotores y mensajeros de una cultura de vida que exprese la vigencia de la solidaridad y el desarrollo, que reconcilie los diversos elementos que aparecen divididos, que encuentre su fundamento en la verdad y el amor, y que manifieste en su vida cotidiana la centralidad del bien y la belleza.



7. Discurso. Domingo 15 mayo. Lima.1988 : 
ENCUENTRO DEL PAPA JUAN PABLO II CON LAS RELIGIOSAS PERUANAS


Amadísimas en Cristo:

1. En esta mi segunda visita al Perú, es para mi gran gozo tener la posibilidad de encontrarme con vosotras, que pertenecéis a diversas congregaciones e institutos de vida consagrada, a quienes Dios ama con predilección. El os ha pedido la total entrega de vuestro ser, alma, cuerpo y corazón; El os ha invitado a hacer de vuestras vidas un signo inequívoco de la consagración a Dios; El os convoca para que seáis testigos de que las realidades terrenas no pueden ser transfiguradas y presentadas al Padre si no es en el espíritu de las bienaventuranzas. Dios os ha llamado a su servicio para que cooperéis con vuestra activa solicitud en la extensión del reino de Dios, cuyo inicio se encuentra ya en la Iglesia (Lumen gentium, 5).

Vuestra presencia aquí esta tarde, queridas religiosas, quiere ser testimonio de vuestra consagración exclusiva y irrevocable a Jesucristo, en la Iglesia, por medio de vuestra profesión de obediencia, castidad y pobreza. De esta manera, vuestro espíritu adquiere libertad para lanzaros a esa maravillosa aventura que es la entrega total a los ideales del Evangelio, a la persona de Cristo, vuestro esposo, en la Iglesia, en la dedicación abnegada de servicio al prójimo. El vuestro no es un compromiso pasajero; es una opción de por vida al haber aceptado ser signos luminosos de las realidades del reino de Dios (cf. Perfectae Caritatis, 1).

En efecto, ¡estáis llamadas a ser signos vivientes del reino! Sed, por tanto, luz que ilumine, sal que no pierda el sabor. Cuanto más grande sea vuestra tarea apostólica, tanto más grande es la necesitad de distinguirse claramente en un mundo que anda confundido por falta de ideales superiores. Cuanto más intensa sea vuestra inserción en las realidades temporales, tanto más claramente debéis aparecer en vuestras acciones como lo que sois: anuncio de la novedad de vida en Cristo. ¡Estáis llamadas a ser signos y, por ello, a responder a exigencias claras y concretas en las realidades en que vivís! Si un signo se difumina, pierde su razón de ser, desorienta y confunde. Sólo en la medida en que, como la Virgen de Nazaret, renovéis vuestro sí en todos los momentos de vuestra vida, corroborando en toda su extensión el compromiso adquirido por vuestros votos, seréis consecuentes con la identidad que habéis adquirido y ratificado personalmente en la Iglesia. Vuestro “sí” se une al “sí” de María. “Ese fiat de María –“hágase en mí”– ha decidido, desde el punto de vista humano, la realización del misterio divino” (Redemptoris Mater, 13).

2. Con cuánta claridad se puede ver en esta tierra peruana la huella de la respuesta generosa de tantas religiosas y almas consagradas que han trabajado con abnegación y sacrificio por extender el reino de Dios. El testimonio de Rosa de Lima, de Ana de los Ángeles Monteagudo y de tantas otras almas escogidas, señala con rasgos inconfundibles el horizonte de santidad al que estáis llamadas. Entregadas a Dios en el Señor Jesús, ocupáis un puesto particular en la asamblea del Pueblo de Dios. Vuestra identidad está cimentada en el nuevo vínculo espiritual de vuestra profesión religiosa, el cual es un desarrollo del vínculo bautismal, que vuestra vida consagrada expresa y pone de manifiesto con gran intensidad (cf. Perfectae Caritatis, 5). Mediante vuestra donación libre y total al Señor os hacéis disponibles a las tareas de la Iglesia, en plena fidelidad a sus enseñanzas y orientaciones. La fidelidad a la Iglesia sin fisuras es una de las condiciones de vuestra donación personal, por lo que faltar a ella sería desviaros de la misión a la que habéis sido llamadas. En efecto, como enseña el Concilio Vaticano II, “la norma última de la vida religiosa es el seguimiento de Cristo tal como se propone en el Evangelio” (Ibíd., 2).

En vuestras obras apostólicas de educación y asistencia con los niños y jóvenes, con los ancianos y minusválidos, llevando la Palabra de Dios por los amplios parajes de vuestra geografía, ayudando a las jóvenes a madurar humana y cristianamente, expresando vuestra solidaridad afectiva y efectiva con los pobres y con los que sufren, habéis de cuidar siempre de permanecer totalmente fieles a lo que sois, poniendo a disposición de aquellos a quienes servís un horizonte que sobrepase las metas de la sola realización humana, para iluminar la propia vida con la luz de la fe, que nos invita a participar en las riquezas de Dios.

3. Dicho testimonio de llamada a la trascendencia en medio de los hermanos, lo dan también aquellas religiosas que no desempeñan tareas directas en la sociedad (cf. Lumen gentium, 46; Gaudium et spes, 43). El Papa desea decirles a las consagradas de vida contemplativa que su misión eclesial continúa teniendo plena vigencia en un mundo lleno de actividad, y que la Iglesia mira con particular predilección a quienes han optado por una entrega sin reservas en la vida claustral. (cf. Perfectae Caritatis, 7; Ad gentes, 18. 40)

Vosotras, religiosas de vida contemplativa, habéis realizado una opción fundamental por el Señor Jesús dejándolo todo por El, siguiéndole, oyendo sus palabras y dedicándoos con solicitud a laborar incansablemente por el cumplimiento de su proyecto divino (cf. Perfectae Caritatis, 5). Os habéis puesto con toda generosidad al servicio de la Iglesia. Por ello sois un verdadero tesoro de vida eclesial a la vez que un eficaz instrumento de apostolado. Cuidad siempre de hacer evidente vuestro sentir con la Iglesia. Sed entre vosotras y en medio de la comunidad eclesial signo de unión, fomentando con vuestro ejemplo, la unidad del Pueblo de Dios reconciliado en Cristo. Que vuestro servicio eclesial sea siempre de comunión con la Iglesia local y sus Pastores.

4. La emoción dominante hoy en los espíritus viene marcada por la vivencia de las intensas jornadas del Congreso Eucarístico y Mariano que acaba de clausurarse. Han sido días impregnados y vivificados por la fe, por el gran misterio de nuestra fe, que luciendo ardiente en las mentes, ha iluminado y esclarecido el infinito y inefable amor del Dios-Hombre hacia nosotros, que se hace alimento de nuestra peregrinación terrena y compañero de nuestro caminar hacia la casa del Padre. Las palabras litúrgicas dichas por el sacerdote después de la consagración eucarística, “este es el sacramento de nuestra fe”, cobrarán en adelante mayor fuerza al oírlas diariamente en vuestra Eucaristía; y vuestra respuesta será también más entusiasta aun proclamando su victoria por la cruz y la resurrección y anunciando siempre y en todo lugar su mensaje de salvación, hasta que vuelva.

La fe es guía y camino para la comunión con Dios (cf. San Juan de la Cruz, Subida, II, 3, 6, ibíd. II, 1,1) es el medio que hace posible el encuentro personal con el Señor Jesús, el soplo del Espíritu que anima y ilumina el sentido de nuestra vida, la puerta que se abre para estar en comunicación filial con el Padre, porque “sin fe es imposible agradar a Dios” como nos dice la Escritura (Hb11, 6). La palabra revelada nos repite que “el justo vive por la fe” (Ibíd., 2, 4; Rm 1, 13; Ga 3, 11); por tanto, ¡cuánto más se habrá de decir esto de la religiosa, que ha consagrado su vida entera a Jesucristo!

Estáis llamadas a dar un testimonio eclesial que no se desentiende de las realidades del mundo, sino que las ilumina. Recordad siempre que, cuando el sentido de lo sagrado parece desvanecerse y cuando la misma dimensión de la fe viene cuestionada por ideologías y modos de vida materialista, vuestra vida consagrada ha de ser lo que os califica y os distingue. Como escribió mi venerado predecesor Pablo VI “paradójicamente, el mundo, que a pesar de los innumerables signos de rechazo de Dios lo busca por caminos insospechados y siente dolorosamente su necesidad, exige a los evangelizadores que le hablen de un Dios a quien ellos conocen y tratan familiarmente” (Pablo VI, Evangelii Nuntiandi, 76).

5. Vosotras, por vuestra cercanía a los más necesitados, sois particularmente conscientes de las lacras que afectan a nuestra sociedad y que dejan sentir sus nefastos efectos de pobreza y injusticia. Vosotras sois ciertamente testigos de la indigencia que se extiende a multitudes, lacerándolas en su dignidad de hijos de Dios, así como de la decadencia moral que se difunde como un corrosivo por el cuerpo social. Son éstas señales claras de que se hace necesario intensificar la acción evangelizadora mediante renovadas obras de apostolado.

En la planificación del apostolado hay que partir de una visión de fe que no excluya temas como los de la salvación y configuración en Cristo, la gracia, la Iglesia como misterio, comunión y misión, los sacramentos, el pecado como raíz de todos los males personales y sociales, los compromisos en la vida personal y comunitaria, la vida eterna del “más allá”, el camino de perfección, la aceptación de la revelación divina tal como se predica y vive en la Iglesia, la fidelidad a la acción del Espíritu Santo. En una palabra: la auténtica dimensión religiosa del mensaje cristiano.

No han faltado casos de agentes de pastoral que, al sentirle profundamente impactados por el triste y injusto estado de postergación, de incultura, de miseria corporal y humana de tantos hermanos nuestros, se han dejado obnubilar cayendo en un inaceptable divorcio entre la fe creída y la praxis actuada.

Desde los orígenes mismos de la Iglesia, la caridad ha ocupado un lugar de preeminencia como signo y anuncio de la Buena Nueva liberadora. De aquí que los cristianos no puedan dejarse arrebatar por ninguna ideología ni sistema la bandera de la justicia, que es exigencia misma de la caridad. El amor por los pobres es una realidad que nace desde la fe, como lo demuestra la pléyade de cristianos que a través de los siglos han seguido al Señor Jesús en su amor preferencial –que no es excluyente– por los más pobres, por los marginados, por los enfermos, por los ancianos, por los niños. Como he indicado en mi reciente Encíclica sobre la cuestión social, “La opción preferencial por los pobres... es una opción o una forma especial de primacía en el ejercicio de la caridad cristiana, de la cual da testimonio toda la tradición de la Iglesia. Se refiere a la vida de cada cristiano, en cuanto imitador de la vida de Cristo, pero se aplica igualmente a nuestras responsabilidades sociales” (Sollicitudo rei socialis, 42).

6. Todo cristiano, y más aún toda alma consagrada, debe ser sensible ante el descubrimiento del hermano concreto en su miseria humana. Mas, no por ello se deben oponer los esfuerzos por ayudar a resolver el “hambre de pan” y los destinados a saciar el “hambre de Dios”. Por el contrario, particularmente vosotras, religiosas, debéis hacer explícito con vuestros actos la íntima y profunda vinculación que existe entre la exclusión de Dios y de su plan salvífico, y el incremento de los males que angustian al ser humano al alejarse de Dios. ¡Sería una grave injusticia, peor que la primera, olvidar el anuncio del reino y descuidar la proclamación del pan de la Palabra a todos!

Como hemos escuchado al comienzo de nuestro encuentro en la lectura del Evangelio, vosotras sois luz y sal; vuestra misión es demostrar al mundo que podéis comprometeros, como tantas lo hacéis, con el enfermo, con el oprimido, con la niñez y la juventud, desde una vida nutrida en el Evangelio, sin recurrir a fuentes ajenas que deforman la recta enseñanza y diluyen la vida cristiana. Sintiéndoos amadas por el Señor, recorreréis los caminos del mundo anunciando su amor a todos, y en particular a los pobres, a los débiles, a los necesitados.

Seréis signo de las bienaventuranzas evangélicas en la medida en que os adentréis en la contemplación de la Palabra, en la intimidad con Cristo y en la vida comunitaria como servicio y donación. El trato íntimo con el Señor es para todo cristiano y, particularmente para vosotras religiosas, como el aire que respiráis para manteneros vivas. Negarse al aire es morir. Olvidar la oración, dejarse arrastrar por la rutina que enfría el afecto de la cercanía de Dios, es también morir. Existe un íntimo ligamen entre la vida de oración y la profundización vivificante de los contenidos de la fe. Si falla la oración, se va debilitando la fe, y a ello sigue la progresiva pérdida de identidad que da sentido a los consejos evangélicos. Dejaos amar por Dios como Padre, y así os será más fácil “tratar de amistad con quien sabemos que nos ama”, como enseñaba Santa Teresa de Jesús.

En el ámbito de las prioridades por la vida religiosa en Perú hoy, quiero también llamar vuestra atención a la importancia que en nuestros días reviste una recta y adecuada formación teológica, espiritual y humana. Del estudio y meditación de la Revelación divina, en fidelidad a las enseñanzas del Magisterio, brotarán las aguas vivas que inunden de sentido cristiano vuestras labores asistenciales en los hospitales, escuelas y de promoción humana en el campo social.

A través de vosotras, especialmente a través de quienes realizan labores educativas, quiero transmitir una exhortación a los padres de familia para que respalden a sus hijos y hijas cuando escuchan el llamado del Señor. Os quiero pedir que, desde vuestra propia vocación, ayudéis a los demás a ver la plena realización humana que se obtiene en el seguimiento de Cristo en la vida consagrada. La Iglesia, lo sabéis bien, necesita artesanos dedicados a la evangelización. Es, pues, necesario que todas seáis solidarias en la promoción vocacional, pues el Señor sigue llamando a quienes El quiere hacer partícipes de su intimidad.

7. Queridas religiosas y personas particularmente consagradas a Dios: He querido compartir este tiempo con vosotras para reflexionar juntos sobre la hermosa vocación a la que, por la bondad de Dios, habéis sido llamadas, sobre las tareas que se os proponen en vuestra vida apostólica y también sobre los obstáculos que pueden presentarse en vuestro camino. Ante vosotras se alza, según la especificidad de vuestra vocación, el reto de continuar la evangelización de las gentes del Perú. Ciertamente que se trata de una tarea común a toda la Iglesia, pero vosotras, por vuestra misma condición femenina y por la libertad que os da vuestra virginidad, estáis particularmente dotadas para dar una contribución de primer orden. El corazón de la mujer, con su ternura y delicadeza, es más apto para captar y transmitir gozosamente los valores trascendentales (Redemptoris Mater, 46) con firme fe y “esperando contra toda esperanza” (Rm 4, 18); y vuestra vida consagrada os capacita para dar testimonio en la Iglesia del premio prometido en la sexta bienaventuranza: “Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios” (Mt 5, 8).

Que María Santísima sea vuestro modelo, de modo que se pueda decir de cada una de vosotras, como de Ella: “Feliz la que ha creído” (Lc 1, 45) y que vuestra fe y virginidad –de modo semejante a Nuestra Señora– sean “una apertura total a la persona de Cristo, a toda su obra y misión” (Redemptoris Mater, 39) para que el mundo crea y acoja la salvación que viene de Dios.




8. Discurso. Domingo 15 mayo. Lima.1988 : 
SALUDO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II A LOS JÓVENES DESDE EL BALCÓN DE LA NUNCIATURA APOSTÓLICA


¡Queridos jóvenes del Perú!

1. Gracias por vuestra presencia numerosa y entusiasta en este encuentro significativo que he querido reservaros en mi breve visita a Lima. ¡Sois la esperanza de la Iglesia! ¡Seréis la alborada del mañana, si sois portadores de la vida que es Cristo! Ese es vuestro reto y esa vuestra felicidad: Acoger la vida que nos trajo el Señor y comunicarla a los demás, con la vitalidad y energía de vuestra juventud, con la transparencia y dinamismo propios de vuestra edad. ¡Sed constructores de un mundo mejor, desde hoy!

Recuerdo muy bien aún el encuentro que tuvimos en Monterrico, en mi anterior visita, cuando os propuse el ideal de las bienaventuranzas. Hoy también quiero dirigirme a cada uno de vosotros, y a través de vosotros a todos los jóvenes de este hermoso país, porque a todos y a cada uno ama intensamente el Señor y de cada uno espera la respuesta personal y irrepetible que brota del corazón generoso. Todos habéis sido convocados personalmente a vivir en el amor de Jesús y a ser sus apóstoles. “No me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os he elegido a vosotros” (Jn 15, 16), nos dice Cristo; así lo experimentó el Apóstol San Juan quien conoció al Señor siendo joven como vosotros.

2. El mundo en que os ha tocado vivir, junto con grandes logros, está lleno de profundas contradicciones. Es grande y dolorosa la secuela del pecado. Muchos hombres se alejan más de Dios cada vez, desviándose así del sendero de la felicidad a la que están invitados. Rompiendo su vínculo con el Padre entran en conflicto con los demás, consigo mismos y con la naturaleza. Ahí está la raíz del pecado personal y de sus terribles consecuencias sociales.

Hoy queda poco sin cuestionar. Todo se pone en duda. Las relaciones humanas –pretenden algunos– están apoyadas en meros convencionalismos. Se experimenta el vértigo de un cambio que se arroga el derecho de arrinconar los valores perennes. Se exalta la violencia. Se huye de los compromisos personales y de una auténtica construcción del mundo, para refugiarse en cambio en el alcohol y la droga. El desprecio de la vida humana se ha generalizado. Los principios morales no son respetados. El hombre parece como si hubiera perdido su camino.

3. Ante un panorama que podría sembrar desaliento y desesperanza incluso en espíritus fuertes, yo os digo: Jóvenes peruanos ¡Cristo, su mensaje de amor es la respuesta a los males de nuestro tiempo! El es quien libera al hombre de las cadenas del pecado para reconciliarlo con el Padre. Sólo El es capaz de saciar esa nostalgia de infinito que anida en lo profundo de vuestro corazón. Sólo El puede colmar la sed de felicidad que lleváis dentro. Porque El es el camino, la verdad y la vida (cf. Ibíd., 14, 6). En El están las respuestas a los interrogantes más profundos y angustiosos de todo hombre y de la historia misma.

Con el entusiasmo propio de vuestra juventud buscad al Señor Jesús. El colmará vuestras inquietudes. ¡Convertíos de corazón para alcanzar la vida¡ Sólo desde una conversión personal y profunda se puede aspirar a un cambio real, que luego se proyecte hacia los demás en relaciones solidarias.

No busquéis en otros lugares lo que sólo Cristo puede dar. Vuestra sed de Dios no puede ser saciada por sucedáneos, como las ideologías que conducen a exacerbar los conflictos y el odio. No debéis evadir la fascinante aventura de vivir la vida según el Evangelio. No sucumbáis a la tentación de la violencia que todo lo destruye y conduce a la desesperación. ¡Optad por una cultura de vida y de amor fraterno!

4. ¡ Jóvenes del Perú! En vosotros pongo mi confianza. ¿Sabréis acoger y vivir el don de la vida que nos trajo Jesucristo el Señor? ¿Seréis capaces de escuchar y acoger la vocación de ser discípulos y apóstoles? ¿Tendréis la valentía de hacer de vuestra vida un testimonio elocuente de que Cristo es la respuesta que anhela el corazón del hombre actual?

Queridos muchachos y muchachas: Debéis tener un deseo ardiente y una gran valentía para proclamar a Cristo, para anunciarlo en vuestros ambientes, en la sociedad. Sed apóstoles entre vuestros amigos y compañeros. Para ello debéis de formaros sólidamente en la fe, alimentaros de la Eucaristía, cimentaros en la oración, y así poder proyectaros hacia los demás con la seguridad que da el Señor. A cada uno de vosotros le espera la noble tarea de ser mensajero de Cristo entre los que están a su alrededor. Cultivad en vuestro corazón joven el deseo de ser verdaderos apóstoles, testigos audaces del Evangelio, artesanos de la civilización del amor.

Pongo en manos de nuestra Madre María, Nuestra Señora de la Evangelización, como la conocéis en estas tierras limeñas, esta esperanza de la que sois portadores. Acogeos a Ella, Madre de los jóvenes, para que os guíe al encuentro de su Hijo y os muestre el camino de la reconciliación. Ella, que es ejemplo de amor generoso, os sostenga en la fe y os enseñe a vivir en el servicio a los hermanos, particularmente a los más necesitados.

A vosotros, los discípulos de Jesús en el tercer milenio del cristianismo, os encomiendo la tarea de la evangelización de los jóvenes, la construcción de la civilización del amor.




9. Discurso. Domingo 15 mayo. Lima.1988 : 
MENSAJE RADIO-TELEVISIVO DE JUAN PABLO II A LOS INTERNADOS EN LOS CENTROS PENITENCIARIOS

Amadísimos hermanos y hermanas, que por diversos motivos y circunstancias de la vida habéis sido internados en los centros penitenciarios:

1. Quiero que mi palabra llegue a cada uno de vosotros, en los ciento once penales donde, en la costa, la sierra o la selva sufrís la limitación de la libertad y la separación de vuestros seres queridos, como el mensaje de un amigo, con la esperanza de que llene vuestro espíritu de consuelo y de paz.

En mi anterior visita al Perú, en febrero de 1985, os envié con sumo afecto mi bendición; de esta manera quise corresponder y agradecer vivamente vuestro sincero testimonio de adhesión, así como el delicado y artístico regalo que me presentasteis, fruto del trabajo de vuestras manos.

Al volver ahora, aceptando complacido la invitación del Episcopado para presidir la clausura de este Congreso Eucarístico y Mariano de los países bolivarianos, quiero deciros que espiritualmente os tengo muy presentes en mi mente, en mi corazón y en mi plegaria. Aunque no podéis reuniros físicamente con nosotros en estas grandes solemnidades, sin embargo sí podéis adorar al Señor en el misterio de la Eucaristía ante el Sagrario, donde El ha querido quedarse con nosotros para siempre. La presencia de Cristo en la Eucaristía os acompaña con su cercanía en vuestra soledad y os invita a la oración y a la esperanza.

2. A cuantos creemos en El, y de modo particular a vosotros, dice Jesús en el Evangelio: “Venid a mí todos los que estáis cansados y yo os aliviaré. Tomad sobre vosotros mi yugo, y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso para vuestras almas. Porque mi yugo es suave y mi carga ligera” (Mt 11, 26-28).

Comparto vuestras penas, la dureza de vuestra situación, la impaciencia, a veces, de la larga espera del dictamen judicial que sancione vuestra condición. Pienso con dolor en vuestras esposas, esposos, padres o hijos que necesitan también, además del consuelo de vuestra compañía, el apoyo y los frutos de vuestro honesto trabajo. Conozco las dolorosas tensiones que han costado lamentables cuotas de sangre y sé de vuestras penurias y necesidades que, a pesar de nobles y generosos esfuerzos por parte de las autoridades, no se logran superar.

Llevado de mi afecto hacia vosotros, bendigo y agradezco de corazón su abnegada labor pastoral, a todos los que se preocupan por vosotros, a cuantos se interesan por vuestro bien: a los sacerdotes, religiosos, agentes pastorales que procuran con celo alentar en vuestro corazón la fe en Dios, la esperanza cristiana que debemos mantener encendida aun en medio de la noche más oscura; a cuantos con caridad alivian vuestros dolores y necesidades haciéndoos descubrir también el valor salvífico del sufrimiento cuando se acepta por amor a Cristo.

Expreso mi reconocimiento a los que desde las más diversas responsabilidades, con humanidad y con espíritu cristiano, cumplen los difíciles deberes de la custodia o la dirección y gobierno de los centros penitenciarios.

Que todos recuerden la palabra del Señor refiriéndose expresamente a cuantos viven en circunstancias como las vuestras: “Lo que a ellos hicisteis, a mí lo hicisteis; lo que a ellos dejasteis de hacer, a mi dejasteis de hacerlo. Fui yo quien estuve en la cárcel, y me visitasteis” (cf. Mt 25, 40).

3. A vosotros os pido que seáis “pacientes en la tribulación”, solidarios en desear y hacer el bien a quienes con vosotros comparten el dolor de la prisión y la lejanía de los seres queridos; este tiempo de privación de libertad no debilite los afectos familiares ni el amor hacia vuestro país, en la esperanza del ansiado retorno al hogar y la normal reinserción en la vida social peruana.

Que el Señor de los Milagros, a quien tanto amáis y honráis, aun dentro de vuestras cárceles, os acompañe y os haga sentir su amor. Que vuestra Patrona, la Virgen del Carmen, con la ternura y el poder de Madre y Reina de Misericordia, interceda ante Dios por la solución de vuestros problemas y llene de nobles deseos vuestros corazones.

Os bendigo con profundo afecto, en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.




10. Discurso. Domingo 15 mayo. Lima.1988 : 
ALOCUCIÓN DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II A LA CONFERENCIA EPISCOPAL PERUANA


“Congregavit nos in unum Christi amor”.

Amadísimos hermanos en el Episcopado:

1. Estas palabras, siempre actuales en la Iglesia, se cumplen, hoy de una manera especial. Nos ha congregado aquí el amor de Cristo y el amor de su Madre, en la gozosa ocasión de la clausura del V Congreso Eucarístico y Mariano de los países bolivarianos.

Agradezco vivamente vuestra invitación a esta solemne ceremonia, mientras elevo mi corazón en acción de gracias al Padre, de quien procede “toda dádiva buena y todo don perfecto” (St 1, 17), por la devoción que ha manifestado el pueblo peruano hacia la Eucaristía y hacia la Madre de Dios. Ese fervor, obra de la gracia y fruto a la vez de vuestro abnegado ministerio, es una señal luminosa de la dedicación y entrega con que ejercéis vuestra labor pastoral. Doy gracias también a Dios porque me concede estar nuevamente con vosotros y poder saludaros fraternalmente como verdaderos y auténticos maestros de la fe, pontífices y Pastores (Christus Dominus, 2).

2. Próximos ya al tercer milenio del cristianismo y, más cerca aún, en la vigilia del V centenario del comienzo de la evangelización de América deseo recordaros la necesidad de un renovado empeño en lo que, ya otras veces, he llamado una “nueva evangelización” (Encuentro con los obispos del Perú, 2 de febrero de 1985, n. 1).

Ciertamente, la simiente del mensaje de Cristo ha calado hondamente en tierras peruanas, ha germinado con persistente vigor y ha producido abundantes frutos de santidad, como lo muestran vuestros Santos del pasado, a los que se ha unido recientemente sor Ana de los Ángeles Monteagudo. Pero el Señor nos llama a impulsar esta evangelización que, como recordé en 1983 en Puerto Príncipe, ha de ser “nueva en su ardor, en sus métodos, en su expresión” (Discurso a la Asamblea del Celam, III, Puerto Príncipe, 9 de marzo de 1983), permaneciendo siempre fieles a esa Buena Nueva que es el Evangelio en cualquier momento de la historia. Esta evangelización nueva o renovada, a la vez que anuncia a Jesucristo allí donde aún no lo conocen, planteará mayores exigencias a quienes ya pertenecen a su grey. No podemos, hermanos míos, conformarnos con las metas ya alcanzadas. Vosotros soís, como yo, conscientes de ello. Ciertamente lo ya realizado es mucho, pero, al mismo tiempo, es poco, si tenemos en cuenta los dilatados horizontes de posible expansión y profundización cristiana que se abren ante nuestros ojos.

3. Cuando se emprendió la primera evangelización de estas tierras, vuestros predecesores encontraron ante sí una geografía dura, de difíciles comunicaciones a través de las imponentes alturas de los Andes o de selvas impenetrables. Pero el amor y la conciencia del mandato divino de hacer discípulos en todos los pueblos prevalecieron sobre las dificultades. Hoy, como entonces, al igual que en los albores del cristianismo, pudiera parecer que los obstáculos son insuperables y los medios insuficientes. Es cierto que a las dificultades ya experimentadas en el pasado, se unen en nuestros días otras de características diferentes y desafiantes. La sociedad peruana actual, que justamente aspira a conseguir objetivos de progreso capaces de elevar el horizonte material y espiritual de todo ciudadano, se siente a veces como minada desde dentro por un inexcusable eclipse del respeto debido a la dignidad humana, por ideologías materialistas que niegan la trascendencia, por una violencia ciega y insensible a las reiteradas llamadas a la reconciliación. A todo esto se añade la pobreza creciente y aun extrema en que llegan a vivir tantas familias, los vicios sociales acarreados o generados por el narcotráfico, la profusión de las sectas y la persistencia obstinada de planteamientos doctrinales y metodológicos que siembran la confusión entre los fieles y atentan a la unidad de la Iglesia.

Pero también hoy, como hace cinco siglos, el Espíritu de Dios nos lleva a acometer el trabajo con un encendido ardor y renovada esperanza: realizando con fidelidad las tareas pastorales que demanda el crecimiento de la Iglesia; sobrellevando con fortaleza las angustias y dolores, que nunca faltan; prosiguiendo generosamente el camino de la cruz (cf. Col 1, 24) fuente de nuestra salvación.

4. La necesidad de una evangelización renovada trae consigo, en primer lugar, una exigencia mayor de unidad. La Iglesia, como misterio de comunión, es, en palabras del Concilio Vaticano II, “signo y instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano” (Lumen gentium, 1). En el núcleo de este misterio se encuentra la comunión de los obispos entre sí. Sois, hermanos amadísimos, legítimos sucesores de los Apóstoles y miembros del Colegio Episcopal: por consiguiente, debéis sentiros estrechamente unidos a él y entre vosotros como partes de un solo cuerpo (cf. Christus Dominus, 6). La caridad mutua que os une debe ser el símbolo que, reluciendo ante la faz de los hombres, les impulse a acercarse a Jesucristo: “En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os amáis los unos a los otros” (Jn 13, 35).

5. “Id por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva a toda la creación” (Mc 16, 15).

El primer paso de esa nueva evangelización es la ilusionada y tenaz proclamación del mensaje cristiano, en lo cual tenéis una especial responsabilidad. Sois, en efecto, “los pregoneros de la fe..., los maestros auténticos, es decir, los que están dotados de la autoridad de Cristo, que predican al pueblo que les ha sido encomendado la fe que ha de ser creída y ha de ser aplicada a la vida” (Lumen gentium, 25).

“El misterio integro de Cristo” (Christus Dominus, 6) debe ser en todo momento el punto central de esta evangelización renovada. Las grandes verdades de la fe, que cíclicamente nos recuerda la liturgia, deben ser propuestas al pueblo cristiano, con adecuados métodos pastorales, para que sean profesadas con una adhesión cada vez mayor. Esto en modo alguno excluye que también el orientar sobre el recto ordenamiento de las realidades terrenas sea parte integrante de vuestro ministerio; pero es importante dejar bien asentado que la respuesta definitiva a los interrogantes que más apremian a la humanidad viene precisamente de la fe en la gracia divina, que se difunde en la Iglesia a través de los sacramentos y demás medios de santificación.

Vuestro oficio de Pastores y de maestros de la fe incluye ineludiblemente la obligación de discernir, clarificar y proponer remedios a las desviaciones que se presenten, cuando ello sea preciso. No habréis de dudar en ejercer solícitamente ese deber, si el legítimo pluralismo derivase, a causa del error o por la debilidad humana, hacia posiciones que contradicen la fe y las enseñanzas de la Iglesia. A la prudencia y la caridad sin límites, propias del Buen Pastor, ha de acompañar también la fortaleza, que os ha de llevar, como a San Pablo (cf. 2Tm 2, 14-20; Tt 1, 10-11) a denunciar abiertamente desviaciones y errores, aunque os cause dolor, cuando así lo requieran el bien de las almas y la fidelidad a la Iglesia.

Santo Toribio de Mogrovejo, eximio predecesor vuestro, nos ofrece un claro ejemplo de cómo se ejerce esta virtud de la fortaleza, ya que “fue un insigne maestro en la verdad, que amaba siempre a quien erraba, pero nunca dejó de combatir el error” (Encuentro con los obispos del Perú, 2 de febrero de 1985, n. 3). Dentro de este contexto –conjunción de prudencia, caridad y fortaleza–, debe articularse sólidamente vuestro magisterio, claro y valiente, para aplicar las directrices contenidas en las dos Instrucciones de la Congregación para la Doctrina de la Fe y sobre la teología de la liberación.

Vuestro amor hacia el rebaño de Cristo y, en especial, hacia aquellos que han sido constituidos por El sacerdotes del Dios Altísimo, os ha de hacer conscientes de que, a veces, el error persistente conlleva una ofuscación tal de la razón que incluso hace sordos los oídos para las llamadas y advertencias, como si éstas fueran dirigidas a otros. Siguiendo el ejemplo del Buen Pastor, que sale amorosamente en busca de la oveja descarriada (cf. Mt 18, 12), vuestra solicitud pastoral hará todo lo que esté en vuestras manos por reintegrarlos en plenitud a la unidad sin fisuras, cuidando a la vez que el desvío de algunos no aparte a otros de la comunión en torno a Cristo.

6. La predicación de la Buena Nueva incluye enseñar, según la doctrina de la Iglesia, el valor de la persona humana y de sus derechos inalienables; el valor de la familia, de su unidad y estabilidad; el valor de la sociedad civil con sus leyes y legítimas instituciones; el valor del trabajo, del descanso, de las artes y las ciencias. Estos y otros son cometidos que el documento conciliar Christus Dominus señala a los obispos sin olvidar, finalmente, el exponer “los modos cómo hayan de resolverse los gravísimos problemas acerca de la posesión, incremento y recta distribución de los bienes materiales, sobre la guerra y la paz y sobre la fraterna convivencia de todos los pueblos” (Christus Dominus, 12).

La vida ciudadana del Perú, azotada desde hace años por la violencia y el terrorismo, la pobreza, el narcotráfico, el deterioro de la moralidad pública y otros males, no puede quedar en ningún modo al margen de vuestra palabra orientadora. Tarea de los obispos, como creadores de concordia y unidad, es la obra de comunión en el propio país, obra de reconciliación y de solidaridad. El Espíritu que os ha llamado a seguir edificando la Iglesia, os pide exhortar a los hombres a unirse en la verdad y en la búsqueda del auténtico bien común. El cristiano debe asumir en conciencia sus deberes cívicos con un espíritu de servicio desinteresado que lo llevará a renunciar a la búsqueda de la ganancia personal, del poder o del prestigio, si ello va en detrimento de otras personas. Sabrá respetar los derechos de los demás, buscando por encima de todo el bien superior de la paz y la justicia. Fieles a sus tradiciones más nobles y a sus raíces cristianas, se decidirán a caminar con renovada confianza por la vía de la reconciliación y de la fraternidad, en un esfuerzo común por lograr, mediante el diálogo y los medios pacíficos, la superación de existentes desequilibrios y de intereses contrapuestos. El cristiano ha de tener bien claro que la sociedad se construye sólida y en paz si se inspira en el programa de las bienaventuranzas.

Distintas son, en cambio, las soluciones que presentan las ideologías materialistas. El afán desordenado de ganancia económica sin ninguna barrera ética (cf. Sollicitudo rei socialis, 37), y la concepción de la sociedad enfrentada en una permanente lucha de clases, son contrarios al mensaje de Cristo; terminan siempre acrecentando el egoísmo y el odio, alejando de Dios y traicionando al hombre.

7. Mas la llamada a la fe que propone la Buena Nueva ha de ir siempre acompañada por los adecuados medios de salvación. En efecto, el Señor, al enviar por el mundo a los Apóstoles, les dice: “El que crea y sea bautizado se salvará” (Mc 16, 16). La nueva evangelización incluye como algo esencial y prioritario la celebración de los sacramentos, que forman parte intrínseca de la llamada al seguimiento de Cristo. En él misterio pascual –renovado en la Eucaristía– se consuma la redención y se nos manifiesta cuál ha de ser el sentido de la acción del cristiano en el mundo. En él Cristo comunica su gracia, y nos hace idóneos para proclamar sus maravillas entre los hombres.

La liberación del pecado exige una constante y amplia catequesis sobre la penitencia sacramental, “haciendo resaltar... que, sin la conversión a Cristo, en espíritu de humildad y arrepentimiento, el hombre es incapaz de resolver los grandes problemas de su existencia, de superar los obstáculos que impiden la manifestación de la vida reconciliada” (Reconciliatio et Paenitentia, 41). A la catequesis habrá de unirse el desvelo para que los fieles puedan recibir con frecuencia este sacramento. Por eso, animaréis a los sacerdotes a que –a imitación del padre, en la parábola del hijo pródigo (cf. Lc 15, 20)– esperen con paciencia a los que vuelvan arrepentidos y incluso salgan a su encuentro, para hacer partícipes a cada uno del inmenso amor de Dios.

Esta participación culmina en el banquete eucarístico. “Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo” (Jn 13, 1): con estas palabras inicia San Juan el relato de la última Cena. Este amor “hasta el extremo” encontrará la respuesta cumplida en la frecuente comunión eucarística, sacramento del altar que hemos adorado junto con todo el Pueblo de Dios en el Congreso apenas clausurado, que ha reunido a los fieles de los países bolivarianos.

8. Pero, “¿cómo oirán sin que nadie les predique?, y, cómo predicarán si no son enviados?” (Rm 10, 14-15).

Hermanos míos: Para que esta evangelización nueva y renovada se extienda hasta el último confín de este país, habréis de fomentar “con mayor empeño las vocaciones sacerdotales y religiosas, prestando especial atención a las vocaciones misioneras” (Christus Dominus, 15).

Una de mis mayores alegrías ha sido contemplar el espléndido florecimiento de vocaciones en Perú. Los seminarios habrán de ser como “la pupila de vuestros ojos”, en frase de mi venerado predecesor el Papa Pío XII; ellos han de ser objeto primordial de vuestra atención, cuidando tanto el número de los seminaristas, como la calidad adecuada de su formación humana, espiritual, doctrinal y pastoral.

9. Los obispos han de ser “en medio de los suyos como los que sirven, pastores buenos, que conocen a sus ovejas y a quienes ellas también conocen; verdaderos padres, que se distinguen por el espíritu de amor y solicitud para con todos” (Christus Dominus, 16). Tenéis que abrazar “siempre con particular caridad a los sacerdotes” (Ibíd.). A vosotros, hermanos, os corresponde la noble tarea de mantener la unidad del claro y de los demás agentes pastorales, y exhortarles a no dejarse llevar por situaciones en las que se ponga en peligro su identidad de sacerdotes del Señor. Para esto, conviene fomentar entre ellos la genuina fraternidad sacerdotal que, haciendo más llevadero el quehacer de cada día, ayude al sacerdote a cumplir fielmente sus compromisos con Dios y con la Iglesia.

Esta fraternidad sacerdotal debe llevar también a acoger con sincero afecto a los sacerdotes y religiosos venidos del extranjero, tan abundantes en el Perú, haciendo que se sientan como en casa, animados por el claro y los religiosos locales. Su servicio, ejercido lejos de su patria de origen, es acreedor a toda clase de facilidades para que puedan integrarse plenamente en la vida y en la acción pastoral de la diócesis.

Las comunidades de vida consagrada y apostólica desempeñan también una función de primer orden en la Iglesia local. Alentadlas a que acrecienten su fidelidad al propio carisma, a que estén fraternalmente unidas entre sí, a que permanezcan en la caridad y sirvan a sus hermanos en la fe con el espíritu de Cristo, obrando como la levadura en la masa, sin perder la propia identidad.

10. El Sínodo de los Obispos del año pasado insistió sobre la plena pertenencia de los laicos a la misión de la Iglesia, como exigencia de su bautismo. La conciencia de ser Iglesia debe llevarlos a sentirse plenamente responsables de aquella misión, que consiste en llamar a todos los hombres a la unidad en Cristo y santificar todas las realidades del mundo. Los laicos necesitan y esperan de sus Pastores las orientaciones que les ayuden a desarrollar cristianamente su actividad en el mundo como parte de esa misión universal. Recordadles, por tanto, las enseñanzas sociales de la Iglesia, no como un marco teórico que no incide en la vida, sino como perspectivas que aspiran a ser concretadas con sus actuaciones.

Las asociaciones de apostolado y los movimientos eclesiales (cf. Apostolicam Actuositatem, 18) merecen ser alentados, como manifestaciones de la fuerza del Espíritu que lleva a la comunión en la fe y en la caridad fraterna, y que impulsa a la participación activa en la misión de la Iglesia.

La santidad de vida que siempre debéis fomentar, a partir de los hogares, exige en primer término a los esposos cristianos la santificación de sus deberes familiares. Los que siguen el camino del matrimonio deben saber que Nuestro Señor quiso dignificar la unión conyugal convirtiéndola en el sacramento de su propio amor por la Iglesia. La auténtica felicidad del hogar está basada en el amor que se da y se sacrifica con sencillez y perseverancia. Un amor así es el que debe inspirar las relaciones entre los esposos, entre padres y hijos, entre los hermanos. Este amor sólo puede sustentarse con el alimento de la fe, y ésta es un don de Dios que se nutre en la oración y los sacramentos. Descartar de las relaciones conyugales la apertura a la vida, buscando por medios ilícitos un placer que excluye la fecundidad, significa no conocer este amor.

11. Queridos hermanos obispos: No estamos solos en la tarea de la nueva evangelización. El Señor, al tiempo que enviaba a los Apóstoles a predicar la Buena Nueva, les decía: “Sabed que Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28, 20).

Dios está con nosotros. Jesús, a la vez que se ha ido, se ha quedado con nosotros en la Eucaristía. Y, “si Dios está por nosotros, ¿quién podrá contra nosotros?” (Rm 8, 31).

La Eucaristía es signo y fuente de unidad. En ella brilla eminentemente la verdad del amor: del amor de Dios a los hombres, que entregó a su Hijo único para que nosotros, muertos por el pecado, tuviéramos vida, y del amor que debe unirnos a todos los que nos alimentamos del Cuerpo y la Sangre del Señor y estamos vivificados por el mismo Espíritu. Que este sacramento os conforte en vuestro caminar y haga de vosotros, en el Perú de hoy, signos vivientes y eficaces del amor y de la paz del Señor.

Encomiendo también vuestras intenciones pastorales a la Madre de Dios, a la que con gran acierto habéis querido honrar, asociándola con su Divino Hijo, en este Congreso; a Ella pido que sea la guía de vuestros pensamientos y de vuestras obras al servicio de la edificación de la Iglesia. Que así sea.







11. Homilía. Domingo 15 mayo. Lima.1988 : 

CELEBRACIÓN EUCARÍSTICA DE CLAUSURA DEL 5° CONGRESO EUCARÍSTICO Y MARIANO DE LOS PAÍSES BOLIVARIANOS



1. “El mismo Jesús que os ha dejado para subir al cielo, volverá como le habéis visto marcharse” (Hch 1, 11). Toda la Iglesia escucha hoy estas palabras que los Apóstoles oyeron el día de la marcha de Cristo al Padre.

“Salí del Padre y he venido al mundo. Ahora dejo el mando y me voy al Padre” (Jn 16, 28). Este anuncio se cumplió a los cuarenta días de la resurrección. “Jesús... ascendió al cielo” (Hch 1, 2; cf. ibíd. 1, 11). Subió a los cielos. La liturgia de hoy nos hace presente este misterio de la fe.

Leemos en los Hechos de los Apóstoles: “Se les presentó después de su pasión, dándoles numerosas pruebas de que estaba vivo y, apareciéndoseles durante cuarenta días, les habló del reino de Dios” (Hch 1, 3). Ahora estos días han llegado a su fin. Cristo ha concluido el tiempo de su misión terrena; proclamando el reino de Dios ha revelado el misterio del Emmanuel, el misterio del Dios con nosotros.

Jesús deja esta tierra. Sin embargo, el misterio del Emmanuel –Dios con nosotros– permanece. Cristo no vino a la tierra para luego abandonarnos volviendo al Padre. El ha venido para quedarse con nosotros para siempre.

2. La Iglesia extendida por los países bolivarianos celebra solemnemente hoy, en la capital del Perú, la clausura del V Congreso Eucarístico y Mariano.

En esta ciudad de Lima, punto central de este encuentro continental en la fe, y antigua sede de los Concilios limenses, entre ellos, el tercero, uno de los convocados por Santo Toribio, se reúnen hoy obispos y representantes de diversas Iglesias locales en torno a la Eucaristía y a la Madre del Señor.

¿Qué es esto sino confirmar la verdad de que Cristo, que se ha ido al Padre, continúa estando presente entre nosotros?

Está en medio de nosotros el mismo Cristo crucificado y resucitado. Está con nosotros Aquel que en el Cenáculo «tomó el pan... y dijo: “Esto es mi cuerpo, que se entrega por vosotros...”. Lo mismo hizo con el cáliz, después de cenar, diciendo: “Este es el cáliz de la nueva alianza sellada con mi sangre”» (1Co 11, 23-25). El Cuerpo y la Sangre de Cristo. Jesús crucificado que se ofrece en sacrificio por los pecados del mundo. Jesús que, en la agonía, entrega al Padre su espíritu (cf Lc 23, 46). Cristo, el gran Sacerdote, el Sacerdote del sacrificio de su propio Cuerpo y de su propia Sangre que ofrece al Padre.

Cristo crucificado y Cristo resucitado. Tanto este Sacrificio como este Sacerdote son perennes. Perduran en este mundo aún después de la Ascensión del Señor. “Por eso, cada vez que coméis de este pan y bebéis de este cáliz, proclamáis la muerte del Señor, hasta que vuelva” (1Co 11, 26), nos recuerda el Apóstol San Pablo.

Proclamáis la muerte del Señor en todas partes, en todos los lugares de la tierra, en todos los países bolivarianos, en toda la América Latina. Y la muerte del Señor quiere decir precisamente esto: la verdad del Emmanuel. Dios está con nosotros mediante el sacrificio de su Hijo hecho obediente hasta la muerte. El está presente en medio de nosotros de modo salvífico. Está con nosotros como Redentor del mundo.

Habéis querido que este Congreso Eucarístico fuera al mismo tiempo Mariano. ¿Cómo no ver en este deseo una manifestación más de la estrecha unión entre María y el misterio del Emmanuel? En ella se cumple la profecía de Isaías (cf. Is 7, 14; Mt 1, 23) y se inicia la realización del designio redentor del Padre en Cristo. Dios se encarna en sus entrañas; es Emmanuel, Dios con nosotros. María, para asombro de la naturaleza, genera a su Creador, como proclama la Iglesia (cf. Ant. «Alma Redemptoris Mater»). Se convierte así, como ha sabido repetir la piedad popular, en “templo y sagrario de la Santísima Trinidad”.

3. Mientras estamos en presencia de Jesús Sacramentado, aquí en Lima, la capital del Perú, reunimos en torno a Cristo-Eucaristía todo este continente, las costas inmensas de los océanos, los nevados que se alzan al cielo, las selvas y los llanos tropicales, los ríos y los lagos, los altiplanos y las pampas.

Dando voz a todas las criaturas, cantemos al Señor el Salmo de la liturgia de la Ascensión:

“Porque Dios es el Rey del mundo... / Dios reina sobre las naciones, / Dios se sienta en su trono sagrado” (Sal 47 [46], 8-9).

Sí, todas las criaturas piden a Dios que esté con ellas como Creador y Señor.

Y sin embargo su trono sobre la tierra es la cruz en el Calvario, donde su Cuerpo ha sido entregado a la muerte y su Sangre ha sido derramada por los pecados del mundo.

Y su trono es la Eucaristía: el pan y el vino como especies del sacrificio redentor de la presencia salvífica del Emmanuel.

4. Por eso, estamos alrededor de este sacramento admirable.

Venimos a él en esta gran peregrinación de los pueblos bolivarianos. Traemos todo lo que forma parte de la vida de estos pueblos y de la Iglesia en toda América Latina. A la Eucaristía hemos de asociar toda nuestra vida y la vida de los hombres del mundo entero.

El pan, “fruto de la tierra y del trabajo del hombre”, y el vino, “fruto de la vid y del trabajo del hombre”, simbolizan que todo lo bueno que llevamos en nosotros mismos y todo nuestro trabajo pueden convertirse en ofrenda y en alabanza a Dios.

De esta manera, la instauración del reino de los cielos comienza a hacerse realidad ya en la tierra. Dios quiere contar con nuestra colaboración unida a estas ofrendas. Mediante la Eucaristía, Sacrificio del Cuerpo y de la Sangre del Señor, los bienes de esta tierra sirven para instaurar el reino definitivo. El pan y el vino “son transformados misteriosa aunque real y sustancialmente, por obra del Espíritu Santo y de las palabras del ministro, en el Cuerpo y la Sangre del Señor Jesucristo, Hijo de Dios y Hijo de María” (Sollicitudo rei socialis, 48). El Señor asume en Sí mismo todo lo que nosotros hemos aportado y se ofrece y nos ofrece al Padre “en la renovación de su único sacrificio, que anticipa el reino de Dios y anuncia su venida final” (Ibíd.).

5. Cristo se queda en medio de vosotros. No sólo durante la Misa, sino también después, bajo las especies reservadas en el Sagrario. Y el culto eucarístico se extiende a todo el día, sin que se limite a la celebración del Sacrificio. Es un Dios cercano, un Dios que nos espera, un Dios que ha querido permanecer con nosotros. Cuando se tiene fe en esa presencia real, ¡qué fácil resulta estar junto a El, adorando al Amor de los amores!, ¡qué fácil es comprender las expresiones de amor con que a lo largo de los siglos los cristianos han rodeado la Eucaristía!

El amor a la Eucaristía ha sido ocasión para que se manifestara aquí –como en tantas partes del mundo–, el genio de vuestro pueblo, dejando en las naciones bolivarianas un patrimonio eucarístico singular, digno de ser conservado cuidadosamente (cf.Sacrosanctum Concilium, 22). El alivio de la miseria de los que sufren nunca podrá ser una disculpa para descuidar o incluso menospreciar a Jesús en la Eucaristía; pues no hay que olvidar que la dignidad y el decoro en los objetos de culto y en las ceremonias litúrgicas, es una prueba de fe y de amor a Cristo en la Eucaristía.

6. Pero Jesús no sólo quiere permanecer con nosotros; quiere darnos la fuerza para entrar en su reino. “No todo el que me diga: “Señor, Señor” entrará en el reino de los cielos, sino el que haga la voluntad de mi Padre celestial”(Mt 7, 21). Cristo, que ha cumplido la voluntad de su Padre “hasta la muerte y muerte de cruz” (Flp 2, 8), nos hace partícipes, de su fidelidad, mediante la Eucaristía. A través de ella nos da la fuerza que hace posible cumplir la voluntad de Dios, por la que entramos en el reino de los cielos. Cristo quiere ser nuestro alimento. “Tomad y comed, éste es mi Cuerpo” (Mt 26, 26), nos dice a nosotros como dijo a sus discípulos el día de Jueves Santo. Es el misterio del amor, que exige de nuestra parte una respuesta de amor. Por eso hemos de recibirlo siempre dignamente, con el alma en gracia, habiéndonos purificado antes, cuando lo necesitemos, mediante el sacramento de la penitencia. “Quien como el Pan o beba el Cáliz del Señor indignamente –nos dice el Apóstol San Pablo– será reo del Cuerpo y de la Sangre del Señor” (1Co 11, 27). Y lo recibiremos con la mayor frecuencia posible como manifestación de nuestro amor, de nuestro deseo de asemejarnos a El y ser verdaderos discípulos suyos en el servicio a nuestros hermanos.

Emmanuel, Dios con nosotros, Dios dentro de nosotros es como un anticipo de la unión con Dios que tendremos en el cielo. Cuando lo recibimos con las debidas disposiciones se refuerza, por así decir, la inhabitación de la Trinidad en nuestra alma, la percibimos más íntimamente. Al comulgar podemos escuchar de nuevo a Cristo que nos dice “el reino de los cielos ya está entre vosotros” (Lc17, 21).

Recordamos, al mismo tiempo, que su reino, aunque ya incoado en el tiempo presente, no es de este mundo (cf. Jn 18, 36). Su reino es el “reino de la verdad y la vida, el reino de la santidad y la gracia, el reino de la justicia, el amor y la paz” («Praefatio» in sollemnitate Domini Nostri Iesu Christi Universorum Regis). Es el reino a donde va a prepararnos un lugar y al que nos llevará cuando nos lo haya preparado (cf. Jn 14, 2-3), si le hemos sido fieles. De esta manera, sabremos rechazar la tentación del mesianismo terreno: la tentación de reducir la misión salvífica de la Iglesia a una liberación exclusivamente temporal. “La Iglesia quiere el bien del hombre en todas sus dimensiones: en primer lugar como miembro de la ciudad de Dios y luego como miembro de la ciudad terrena” (Congregación para la Doctrina de la Fe, Libertatis Conscientia, 63). Por eso, enseña que “la liberación más radical, que es la liberación del pecado y de la muerte, se ha cumplido por medio de la muerte y resurrección de Cristo” (Ibíd. 22).

7. “Cada vez que coméis de este Pan y bebéis de este cáliz, –acabamos de escuchar en la liturgia– proclamáis la muerte del Señor, hasta que vuelva” (1Co 11, 26).

Cada vez que participamos de la Eucaristía nos unimos más a Cristo y, en El, a todos los hombres, con un vinculo más perfecto que toda unión natural. Y, unidos, nos envía al mundo entero para dar testimonio del amor de Dios mediante la fe y las obras de servicio a los demás, preparando la venida de su reino y anticipándolo en las sombras del tiempo presente. Descubrimos, también, el sentido profundo de nuestra acción en el mundo a favor del desarrollo y de la paz, y recibimos de El las energías para empeñarnos en esa misión cada vez con más generosidad (Sollicitudo rei socialis, 48). Construimos así una nueva civilización: la civilización del amor. Una civilización que, aquí en el Perú, han contribuido a forjar almas escogidas como Santo Toribio de Mogrovejo, Santa Rosa de Lima, San Martín de Porres, San Francisco Solano, San Juan Macías, la beata Ana de los Ángeles y tantos otros cristianos ejemplares, que mediante el testimonio de sus vidas y con sus obras de caridad nos han dejado un camino luminoso de auténtico amor preferencial a los pobres desde el Evangelio. Una civilización que, sobre esa base de amor a la persona que está cerca de nosotros –nuestro prójimo–, transformará las estructuras y el mundo entero.

8. ¡Iglesia de esta tierra peruana! ¡Iglesia en los países bolivarianos! ¡Iglesia en todo este continente que se prepara a celebrar los 500 años de su evangelización! Este es el día en que Cristo, antes de subir al cielo, manda a los Apóstoles por todo el mundo.

Precisamente hoy –antes de ir de este mundo al Padre–, Jesús les dice: “Id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación” (Mc 16, 15).

Pero, ¿qué representa un reducido número de Doce para ir a todo el mundo, para predicar a toda criatura?

Los mismos Apóstoles podrían haberse hecho esta pregunta: ¿Quiénes somos nosotros? ¿Cómo podremos hacer frente a esta misión? ¿Cómo conseguiremos cambiar esta civilización de muerte en una civilización de amor y de vida? Son preguntas que también hoy nosotros nos hacemos; interrogantes que pueden asaltarnos ante la magnitud de la tarea que nos aguarda.

Y es el mismo Señor el que contesta. Jesús dice a sus discípulos y, en ellos, a nosotros: “Cuando el Espíritu Santo descienda sobre vosotros, recibiréis fuerza para ser mis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaría y hasta los confines de la tierra” (Hch 1, 8).

¡Los confines de la tierra! Ya entonces había sido previsto el tiempo en que, a estos “confines de la tierra”, desconocidos, entre el Océano Atlántico y el Pacífico, vendrían los Apóstoles de la Buena Nueva en la persona de sus lejanos sucesores y continuadores.

9. ¡Iglesia del Perú! ¡Iglesia de los países bolivarianos! ¡Iglesia de América Latina! Cristo te habla con las mismas palabras con las que habló entonces y te envía a predicar la Buena Nueva a toda creatura lo mismo que envió a los Apóstoles el día de la Ascensión.

La Eucaristía es el sacramento de esta misión. En la Eucaristía se perpetúa la muerte y resurrección del Señor. En ella se hace presente la potencia del Espíritu Santo que nos impulsa a ser testigos de Cristo para anunciar su mensaje salvador a todas las naciones.

La Eucaristía que hoy celebramos aquí es sacramento de la misión, del envío. De ella nace la misión de todos: de los obispos, de los sacerdotes, de los religiosos y de las religiosas, de los laicos, de todo el Pueblo de Dios.

¡Caminad, por tanto, alimentados y sostenidos por la Eucaristía! ¡Caminad con María, la Madre de Jesús! Permaneced con Ella en oración perseverante (cf Hch 1, 14). Ella es la Madre de la Iglesia naciente y, después de la Ascensión del Hijo, su condición maternal permanece en la Iglesia para sostenernos con su amor (Redemptoris Mater, 40). ¡Caminad!, y que no os falte coraje ni paciencia, que no os falte humanidad y constancia. ¡Que no os falte la caridad!

Hijos y hijas de América Latina: También yo os repito estas palabras que hemos escuchado del libro de los Hechos de los Apóstoles: “¿Qué hacéis ahí plantados mirando al cielo? El mismo Jesús que os ha dejado para subir al cielo, volverá como le habéis visto marcharse” (Hch 1, 11).

Todos nosotros estamos en este mundo, en medio de las realidades terrenas, pero con nuestra mirada puesta en lo alto, sabiendo que el Señor ha de venir de nuevo.

Con gran amor y confianza estamos “en la espera de tu venida”.

Maranà tha. ¡Ven Señor Jesús!




12. Discurso. Lunes 16 mayo. Aeropuerto internacional "Jorge Chávez" de Lima y Callao.1988 : 
CEREMONIA DE DESPEDIDA.DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II


Señor Presidente,
señores cardenales y obispos,
autoridades civiles y militares,
hermanos y hermanas todos muy queridos:

1. Mi estancia entre vosotros aunque breve, ha sido intensa en celebraciones ricas de fe y religiosidad que juntos hemos compartido. Doy gracias a la divina Providencia porque me ha permitido pasar en Lima un domingo lleno de luz, un día memorable para la historia del Perú y de los demás países bolivarianos: Bolivia, Colombia, Ecuador, Panamá y Venezuela; un día de gracia que hasta puede inscribirse como el comienzo de una nueva etapa en la historia de la evangelización de toda América Latina, aquí representada durante el V Congreso Eucarístico y Mariano que el Papa ha venido a clausurar.

Como Pastor de la Iglesia universal, he convocado a las Iglesias locales que están en estas latitudes a emprender con nuevo empeño las tareas de la evangelización, para que todos los hombres y todos los pueblos de este continente, joven y lleno de esperanza, que se prepara a celebrar el V centenario de la llegada de la Buena Nueva, haga de Jesucristo el centro propulsor de sus vidas, reconociendo en El a su único Salvador, Señor y Liberador.

Este ha de ser el fruto principal del Congreso, tal como lo indica el lema mismo que ha presidido vuestras jornadas de estudio, reflexión y plegaria: “Reconocer al Señor al partir el pan”; es decir, reconocerlo ante todo en la Eucaristía, en la cual Cristo se hace realmente presente entre nosotros para ser nuestro alimento, nuestra vida; y reconocerlo también en los hermanos, particularmente en los más necesitados: en los hermanos que sufren, en los hermanos pobres, para compartir con ellos el pan de la Palabra y el pan material, para saciar su hambre de Dios y su hambre de justicia.

2. Permitidme que os diga una vez más: No hay liberación auténtica si no es en Jesucristo. Sólo el Evangelio y la doctrina social, que de él emana, pueden ser fuente de salvación para América Latina. Todas las ideologías extrañas o adversas al cristianismo o simplemente incompatibles con las enseñanzas de la Iglesia carecen de ese dinamismo interior capaz de dar paz y justicia a esta querida América. Sólo la luz que viene del Divino Redentor puede asegurar a vuestras naciones un porvenir mejor en el que, superada toda clase de violencia y de intereses contrapuestos, reine la civilización de la verdad y del amor.

Estos son los caminos que deja abiertos el Congreso Eucarístico: caminos de renovación cristiana, caminos de renovación social. Y como ha sido también un Congreso Mariano, en nuestro caminar hemos de acudir con confianza a la Virgen y reconocer su presencia de Madre para que Ella nos guíe, como Estrella de la Evangelización, sabiendo que María nos precede siempre en la peregrinación de la fe.

En sus manos maternales dejo depositadas las intenciones pastorales del Congreso que hemos clausurado, y a su protección confío las Iglesias de los países bolivarianos junto con sus Pastores, sacerdotes, religiosos, religiosas, agentes de pastoral y fieles todos en este Año Mariano y en este mes de mayo, particularmente dedicado a Nuestra Señora.

3. Mi segundo viaje apostólico al Perú toca a su fin. De nuevo he sentido el gozo intenso de encontrarme con un pueblo de hondas raíces cristianas que tan estrechos lazos de comunión y sintonía estableciera con el Sucesor del Apóstol Pedro durante la visita pastoral que hace algo más de tres años me permitió recorrer gran parte de la geografía del país como peregrino de evangelización.

4. Me llevo muy dentro del alma el recuerdo de todos vosotros, de las muestras de afecto que me habéis dispensado; de las manifestaciones de entusiasmo con las que habéis rodeado mi visita; del dinamismo y vitalidad de esta Iglesia que está en el Perú, comprometiéndose con el pueblo.

Pero, al mismo tiempo, no puedo silenciar la tristeza que invade mi corazón de Pastor al comprobar que este noble pueblo peruano continúa sufriendo el flagelo de la violencia. En efecto, atentados y crímenes siguen sembrando dolor y muerte en tantos hogares de este país. A este respecto, la experiencia enseña que la violencia, venga de donde venga, engendra mayor violencia y no es el camino adecuado para la verdadera justicia.

Durante mi breve estadía entre vosotros he podido percibir nuevamente el clamor de paz que brota de las gargantas de tantos peruanos de buena voluntad. Los largos y crueles años de lucha entre hermanos, que tantas heridas han producido en la vida de las personas y de la sociedad, no han de imposibilitar el que pueda lograrse una paz justa y duradera.

Por ello, antes de dejar este amado suelo del Perú, renuevo a los responsables de tanto dolor y muerte el llamado que hice en Ayacucho el 3 de febrero de 1985: “Os pido en nombre de Dios: ¡Cambiad de camino! ¡Convertíos a la causa de la reconciliación y de la paz! ¡Aún estáis a tiempo! Muchas lágrimas de víctimas inocentes esperan vuestra respuesta”.

Que todos, especialmente quienes han empuñado las armas, escuchen el clamor de paz que brota de tantos corazones que han sufrido y sufren los efectos de la violencia, y emprendan el camino cristiano de la reconciliación y del perdón.

Esta es la gran tarea que debe comprometer a todos los peruanos de buena voluntad: construir un Perú más justo y reconciliado. Por ello, me dirijo a todos: a los líderes políticos y sindicales, a los empresarios y trabajadores, a los hombres de la cultura y de la ciencia, a todos los que influís en la marcha de la sociedad, aunque sólo sea con vuestra voz o vuestro voto...; a todos me dirijo y a todos hago un llamado para que contribuyáis generosamente, con honradez absoluta, con conciencia limpia, con claridad de ideas, con espíritu solidario, con obras eficaces, a construir ese Perú nuevo que todos deseáis.

5. Agradezco al Señor Presidente de la República del Perú sus finas atenciones. Hago extensivo este agradecimiento a los miembros del Gobierno y a las demás autoridades civiles y militares, por la colaboración en orden al buen desarrollo de las actividades programadas durante mi visita pastoral.

Mi gratitud, profundamente sentida, va al señor cardenal primado y a todos los amados hermanos en el Episcopado, que con vivo espíritu de comunión han alentado a los fieles en la preparación espiritual del Congreso con miras a un renovado impulso evangelizador que fortalezca la acción pastoral y la vida cristiana en cada comunidad eclesial.

En el momento de la despedida, doy mi abrazo de paz en el Señor a los representantes de los Episcopados de los demás países bolivarianos: Bolivia, Colombia, Ecuador, Panamá y Venezuela; así como a los de las otras naciones hermanas aquí presentes. Junto con mi gratitud por vuestra presencia y por vuestra dedicación pastoral para acrecentar en vuestras Iglesias locales la piedad eucarística, os ruego que transmitáis a todos los amados hijos de vuestros respectivos países el recuerdo y el saludo entrañable del Papa, que ruega fervientemente a Dios para que inspire en todos un renovado compromiso de vida cristiana, de fidelidad a Cristo, de voluntad de servicio y ayuda a los hermanos, particularmente a los más necesitados.

Peruanos y peruanas todos, de las ciudades y de los pueblos, de la costa, de la sierra y de la selva: En esta hora de vuestra historia os exhorto a permanecer fieles a vuestra fe católica y a dar testimonio de ella en vuestra vida individual, familiar y social.

Confío al Señor de los Milagros y a la Santísima Virgen, tan venerada en toda la geografía de América Latina, que este llamamiento mío como padre y Pastor haga que las virtudes cristianas que profesáis contribuyan a la superación de las dificultades presentes y refuercen la fraternidad y la voluntad de pacífica convivencia entre todos los peruanos.

Queridos amigos del Perú: Sabed que el Papa os ama, que comparte vuestras angustias y esperanzas, que reza por vosotros y os bendice con esa bendición que tanto imploráis y tanto pedís, y que yo, antes de marchar os imparto de corazón.



Queridos amigos,
que luego de haber reflexionado estas lecturas,
vuestro amor a la Iglesia de Jesucristo, sea siempre una manifestación constante de elección por lo verdadero, lo bello y lo bueno...para evidenciar nuestra Fe en el mundo que nos toca vivir...
que...
¡solo es una antesala del Cielo!!
la herencia de Dios para cada uno de nosotros...

¡Hermosa y santa lucha de la vida!!..
¡sean felices...!!!